Cuento de Giovanni Boccaccio
Esta es la historia de un joven florentino llamado Federico, hijo de micer Felipe Alberighi, que sobrepasaba en hecho de armas y galanterías a todo otro doncel de Toscana.
Este muchacho, como suele acontecer a la mayor parte de los jóvenes de su edad y rango, se enamoró de una rica dama, llamada Juana, considerada en sus tiempos como una de las más bellas y sugestivas mujeres de Florencia. Para conquistar su amor, Federico participaba en justas y torneos, organizaba fiestas, hacía magníficos regalos y gastaba pródigamente su caudal; pero la bella señora, no menos virtuosa que hermosa, se ocupaba muy poco de aquellos locos dispendios y galanterías de quien por su amor los realizaba. Como gastaba más de sus posibilidades, no logrando nada en cambio, Federico perdió todas sus riquezas y quedó tan pobre que apenas le quedaba una pequeña hacienda, de cuyas rentas vivía con estrechez suma, y un halcón, que bien podía considerarse como uno de los más bellos halcones del mundo.
Aunque más enamorado que nunca de la mujer por quien se arruinó, pareciéndole que no podría seguir viviendo en la ciudad como deseaba, se retiró a Capri, donde tenía su pequeña hacienda, y soportaba allí pacientemente su pobreza, cazando pájaros con la ayuda de su halcón y sin relacionarse con persona alguna.
Hacía ya algún tiempo que llevaba este género de vida, cuando un día sucedió que el marido de la noble señora Juana enfermó e hizo testamento, dejando por heredero de sus cuantiosos bienes a su hijo, ya crecido, y disponiendo que, puesto que había amado a su esposa con ternura, pasaran a manos de ella en el caso de fallecer su hijo sin dejar descendencia. Pocos días después, el buen hombre murió.
La viuda, siguiendo la costumbre de nuestras damas, fue a pasar el año de viudez en el campo, con su hijo, a una posesión que tenía, y que, por casualidad, estaba cerca de la de Federico. Merced a esta vecindad, el muchacho, que gustaba de correr por los alrededores, se familiarizó con Federico y tomó afición a los pájaros y a los perros de caza. Varias veces había visto el halcón y sentía vivos deseos de poseerlo; pero no se atrevía a pedírselo a Federico, porque no ignoraba la gran estima en que éste lo tenía.
En tal estado las cosas, el muchacho enfermó; muy afligida la madre, que no tenía otro ser amado en el mundo, no se apartaba de su lado, animándole sin cesar y preguntándole repetidas veces si deseaba algo, pues ella estaba dispuesta a darle todo cuanto pidiera.
A lo que el muchacho dijo una vez:
—Si lograis, madre mía, que obtenga el halcón de Federico, creo que no tardaré en restablecerme.
Al oír aquella petición, la madre quedó perpleja, y estuvo pensando largamente sobre qué podía hacer. No ignoraba que Federico la había amado mucho tiempo sin obtener de ella ni una sola mirada y que se había arruinado por su causa, y dijo para sí:
"¿Cómo me atreveré a pedirle el halcón, que es, según dice, el mejor que se ha visto, y que, por otra parte, constituye su único medio de vida? ¿Cómo voy a ser tan desconsiderada para privar de él a un caballero que no tiene otra cosa en el mundo?"
Entregada a estas reflexiones, aun cuando estaba segura de obtener el halcón si lo pedía, no sabiendo qué contestar a su hijo, nada dijo. Pero al fin, venciendo el amor materno, resolvió ir a ver a Federico y pedirle el deseado pájaro, con lo que dijo al muchacho:
—Anímate, hijo mío, y piensa en recobrar la salud: te prometo que la primera cosa que haré mañana será ir a buscar el halcón y traértelo.
El enfermo sintió tal alegría, que aquella misma noche se encontró bastante mejor.
A la mañana siguiente, la dama salió con una criada, como quien va a dar un paseo por el campo, y se dirigió a la casa de Federico, al que hizo llamar. Éste, pues aquel día el tiempo no era favorable para la caza con el halcón, estaba trabajando en su huerta, y al oír que la señora Juana deseaba verle, quedó maravillado y corrió a recibirla presa de gran alegría.
Cuando ella le vio llegar, le salió al encuentro con femenina afabilidad, y como Federico la hubiera ya saludado respetuosamente, correspondió la dama, y le dijo:
—He venido, Federico, a resarcirte de los perjuicios que por mi causa tuviste cuando me amabas más de lo justo; en prueba de ello, me gustaría comer familiarmente esta mañana contigo, junto con esta compañera mía.
Federico respondió con humildad:
—No recuerdo, señora, que por vuestra causa haya sufrido daño alguno; antes al contrario, han sido tantos los bienes, que si algo bueno tuve, a vuestro valor lo debo y a los sentimientos que supisteis inspirarme. Y, por cierto, esta espontánea visita vuestra me es mucho más agradable que si recordara los bienes que gasté, ya que venís a visitar a un huésped pobre.
Y dicho esto la hizo entrar en su casa, ruborizándose, llevándola poco después al jardín. Como no había otra persona allí que acompañara a la dama más que la mujer del hortelano, dijo:
—Señora, esta buena mujer os hará compañía mientras yo preparo la mesa.
A pesar de que era extrema su pobreza, nunca reparó tanto en su situación como en aquel momento, en que ya no estaba en la posibilidad de atender como convenía a la mujer que más había amado en el mundo. Ese día se encontraba falto de todo. Lamentándose de su mala fortuna, casi fuera de sí, yendo de un lado a otro, pudo comprobar que no sólo le faltaba dinero u objeto alguno para empeñar, sino que ni siquiera tenía un manjar, y la hora de comer se acercaba. Grande era su deseo de atender a la noble dama, pero no podía recurrir a otros, ni aun al pobre hortelano que le ayudaba en el campo. No sabía qué partido tomar, cuando, viendo su famoso halcón, pensó que sería un buen plato, y como no tenía otra cosa de que echar mano, lo agarró, lo halló bastante carnoso, y juzgó que era un manjar digno de tal mujer. Así, sin más pensar, le retorció el pescuezo, y después de desplumado y aderezado, mandó a una sirvienta que lo pusiera al asador.
Después, Federico cubrió la mesa con uno de los blanquísimos manteles que aún le quedaban, y fue a reunirse con la dama en el jardín, diciéndole que estaba dispuesta la comida que él podía ofrecerle.
Juana se levantó y salió del jardín con su compañera. Se sentaron a la mesa en compañía de Federico, que con gentileza suma les servía, y sin saber de qué noble manjar comían, dieron buena cuenta del halcón.
Cuando se levantaron de la mesa y después de haber charlado un rato, le pareció a la señora que había llegado el instante de exponer a Federico el objeto de su visita, y, volviéndose a él, sonriente, le habló en los siguientes términos:
—Si todavía recuerdas, Federico, tu pasada vida y mi honestidad, que tú tal vez creíste dureza, no me cabe duda de que no te maravillará mi audacia, al saber el motivo de mi visita. Si hubieses tenido hijos, conocerías cuánta fuerza tiene el amor que se les profesa, y excusarías mi atrevimiento. Pero aun cuando tú no los tengas, yo tengo uno, y no puedo sustraerme a las leyes que rigen los afectos maternos. Muy a mi pesar, contra toda conveniencia, debo pedirte una cosa que sé aprecias en gran manera, y con razón, puesto que es el único consuelo que te ha dejado la adversa fortuna: me refiero a tu halcón, con el cual está tan encaprichado mi hijo que, si no se lo llevo, acabará por agravarse su enfermedad y morirá de pena. Por eso te suplico, no por el amor que me tienes, el cual a nada te obliga, sino por la nobleza que en ti más que en otro cualquiera se ha revelado siempre, que tengas a bien regalármelo, a fin de que yo pueda decir que, gracias a este don, he conservado la vida de mi hijo, por el que siempre te estaremos reconocidos.
Al oír lo que la dama le pedía y viendo que no podía complacerla, puesto que el pobre halcón había sido comido, Federico se entristeció y a punto estuvo de llorar antes de pronunciar palabra alguna. La mujer creyó que aquella tristeza se debía al hecho de separarse del preciado pájaro y se dispuso a renunciar a él; pero se contuvo, esperando la respuesta de Federico, quien, pasados unos minutos, se expresó así:
—Señora, desde que Dios quiso que pusiera mi amor en vos, la fortuna se me ha declarado contraria y de ello me he quejado; pero todas mis desventuras me parecen insignificantes en comparación de ésta que me procura ahora, pues jamás se borrará de mi alma. ¿Podía haberme herido de modo más cruel? Cuando pienso que habéis venido a mi pobre casa, a la cual no quisisteis entrar cuando eras rica, me desespero al no poderos dar lo que deseáis. Al oír que deseabais comer conmigo en mi casa, orgulloso de tal honor, quise ofreceros un manjar digno de vuestra alcurnia y reputación, por lo que, acordándome del halcón que ahora me pedís y creyéndolo digna comida para vos, hice que lo aderezaran en el plato que hemos saboreado; al ver ahora que lo deseabais vivo, sufro tanto al no poder complaceros que nunca más podré hallar consuelo.
Y como testimonio de la verdad de sus palabras, hizo que trajeran las plumas, las patas y el pico del ave.
La señora le reprendió suavemente por haber dado muerte a un halcón de tal valor para servírselo en la mesa, pero ensalzó en su ánimo su grandeza del alma, que la pobreza no había podido menguar. Luego, perdida la esperanza de obtener el halcón, y con él la salud del hijo, se despidió de Federico, dándole las gracias por su honradez y buenas intenciones, y regresó a su casa, muy entristecida al pensar lo que le diría a su hijo para consolarle de la desdicha que acababa de acontecer. El muchacho, fuera por la tristeza de no poder tener el halcón o porque a tal fin debiera conducirle la enfermedad, no tardó en pasar de esta vida a la otra, con dolor inmenso de su madre. Después que por algún tiempo estuvo sumida en llanto, como había quedado muy rica y joven todavía, sus hermanos y parientes la instaron repetidas veces para que contrajera nuevas nupcias.
No hubiera ella querido hacerlo, pero en vista de tanta insistencia y recordando la honradez, la constancia, y mayormente la última magnificencia de Federico al dar muerte, para obsequiarla, al ave que tanto apreciaba, dijo a los suyos:
—Permanecería viuda, si fuese de vuestro agrado; pero si preferís que vuelva a casarme, sabed que mi segundo marido ha de ser Federico de los Alberighi, y no otro.
Los parientes, burlándose de ella, respondieron:
—¿Qué desatinos dices? ¿Hablas en serio? ¿Ignoras que ese hombre no tiene ya un céntimo?
La dama les contestó:
—Lo sé lo mismo que vosotros; pero prefiero un hombre sin riquezas, a riquezas sin hombre.
Los hermanos que conocían la honradez de Federico, accedieron al deseo de Juana y se la dieron por esposa, con todos sus vienes. Federico de los Alberighi, dueño de la mujer a quien había amado tanto en su vida, y colmado, además, de riquezas, vio restaurada su alegría, y, convertido en excelente administrador, vivió feliz hasta el término de sus días con su esposa.
Fuente: Decamerón (Jornada quinta, Cuento noveno), Ed. Club Internacional del Libro