Cuento de Adela Vettier
ENRIQUE —María, ¿piensas llevar paraguas?
MARÍA —Sí, el azul. Fíjate que tenga bastante sol adentro.
ENRIQUE —Tiene sol de las diez de la mañana. ¿Te gusta?
MARÍA —Sí. El paragüero me dijo que es importante usarlo antes de la primavera, si no el paraguas se enamora y se escapa cuando más se lo precisa.
ENRIQUE —Vaya... vaya... ¿Y piensas ir con esos zapatos?
MARÍA —¿Qué tienen de raro? ¿No te gustan?
ENRIQUE —No veo por qué han de tener campanillas de despertador.
MARÍA —Ah, no entiendes nada. Bien se ve que eres astrónomo. Así miro por dónde camino. Ya van tres veces que caigo en el mismo pozo.
ENRIQUE —Oh, pero van a creer que estás loca, María.
MARÍA —¿Quién? ¿Esa vieja del sombrero de papagayo que organizó el picnic? Vamos, cierra todos los candados y ponle leche al perro.
ENRIQUE —Ya lo hice. ¿No importará que la leche tenga tres días?
MARÍA —¿Qué va a importar? Vamos... vamos por el jardín. Quiero mostrarte una cosa. Ayer corté el cerco. Por eso tengo los brazos inflados como besugos. Me lié toda la tijera.
ENRIQUE —¿La tijera que me has hecho buscar todo el día?
MARÍA —No me animaba a decírtelo. Como cortas estrellas con ella...
ENRIQUE —¿Pero tú sabes...?
MARÍA —¡Hace años que te observo! ¿Cómo crees que iba a dejarte subir al altillo y asomarte a la ventanilla durante quince años sin observarte?
ENRIQUE —¿Entonces viste...?
MARÍA —Sí, yo te vi. Has cortado tantas estrellas que arriba de nuestra casa se formó un boquete azul que no se sabe a dónde va. Pero no pude encontrar otra tijera. ¿Qué harás ahora?
ENRIQUE —No sé... Podaré plantas. Pero no será tan útil. ¿Sabes todas las cosas que había yo con las estrellas?
MARÍA —Estas peinetas que llevo puestas...
ENRIQUE —Sí, son asteriscos de Antarés.
MARÍA —Y el collar del perro... Oh, no llores, Enrique... Te prometo que juntos haremos algo. Apenas termine el picnic. Le arrebataré el sombrero a la vieja. ¡No tiene derecho a hacer lo que hace! ¡Ha matado todos los faisanes del zoológico!
ENRIQUE —Pobre vieja. Pero yo le voy a regalar una rosa para que se la ponga sobre la cabeza.
MARÍA —La voy a hacer rabiar con mi paraguas. Abre por Dios el paraguas, Enrique, que nos vean pasar con el paraguas.
ENRIQUE —¡Cómo nos miran! ¡Nunca han visto tanto esplendor en un paraguas!
MARÍA —Sí, sí. ¡Mira qué azul! Es un verdadero día de verano apenas lo abres.
ENRIQUE —¿No te habrás enamorado del paragüero?
MARÍA —Oh sí, tres veces en quince años. Y me ha regalado muchos paraguas.
ENRIQUE —No es cierto.
MARÍA —Sí. Pero yo los escondo en el armario para que no los veas. En todos lados. Los paraguas de harina te los has comido.
ENRIQUE —Tengo que matar al paragüero.
MARÍA —¿Ahora que me ha prometido un paraguas amarillo?... ¡Ahí está la vieja! ¡Llámala, llámala, a ver si se cae al pozo!
ENRIQUE —¡Eh, vieja de los faisanes! ¡Aquí, aquí!
MARÍA —Espera que traigo un regalo preparado.
ENRIQUE —¿Le traías un regalo? ¿Con lo que me cuestan a mí los pinceles? ¡No se te ocurra regalarle nada!
MARÍA —Me haces llorar, Enrique... Me va a ver la vieja...
ENRIQUE —Bueno. Yo no soy egoísta. Le regalaremos un pedazo de estrella que pesqué con un gancho. Se estaba ahogando en el pozo. ¡Todos los días les pasa algo!
MARÍA —¡Oh, pero mira! ¡El paraguas ya no es azul! ¡Se está poniendo rojo! ¿A dónde vamos, Enrique? No lo puedo sostener...
ENRIQUE —No sé... ¡volvamos, volvamos! ¡Suelta el paraguas! ¡Se nos ponen las manos rojas...! ¡Voy a matar a ese paragüero!
MARÍA —¡Oh, oh...! se va derecho a la pollera de la vieja... ¡Mira, mira! ¡Se ha deshilachado todo, ya no me sirve! ¡Cómo se ha burlado de mí el paragüero!
ENRIQUE —¡No llores, María! ¡Corre, corre! ¡Corramos a lavarnos las manos! ¡No sea que se nos escapen...!