Era extraordinario el cambio de carácter
que sufrió mi amigo. El joven oficial, dicharachero y descuidado se había
convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso. Sus momentos de
abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase
por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector descifrador asiduo de
Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de
Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la
muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para averiguar la causa de aquel
misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.
Pero tanto y tanto le apreté y con tal
insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que
cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: «Bueno, vas a
saber lo que me ha pasado, pero te exijo, por lo que te sea más santo, que no
se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda
solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio donde nos encerramos.
Desde antes de su cambio no había yo
entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado nada, pero ahora
me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su
estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan
sorprendente. Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con
sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo
cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo,
señalándomelo:
—Ahí sucedió la cosa.
Le miré sin comprenderle.
Me hizo sentar frente a él, en una silla
que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y
empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer.
Dos o tres veces intentó empezar a hablar y
otras tantas tuvo que dejarlo. Estuve a punto de rogarle que dejase su
confesión, pero la curiosidad pudo en mí más que la piedad, y es sabido que la
curiosidad es una de las cosas que más hacen al hombre cruel. Se quedó un
momento con la cabeza entre las manos y la vista baja; se sacudió luego como
quien adopta una súbita resolución, me miró fijamente y con unos ojos que no le
conocía antes, y empezó:
—Bueno; tú no vas a creerme ni palabra de
lo que te voy a contar, pero eso no importa. Contándotelo me libertaré de un
grave peso, y me basta.
No recuerdo qué le contesté, y prosiguió:
—Hace cosa de año y medio, meses antes del
misterio, caí enfermo de terror. La enfermedad no se me conocía en nada ni
tenía manifestación externa alguna, pero me hacía sufrir horriblemente. Todo me
infundía miedo, y parecía envolverme una atmósfera de espanto. Presentía
peligros vagos. Sentía a todas horas la presencia invisible de la muerte, pero
de la verdadera muerte, es decir, del anonadamiento. Despierto, ansiaba porque
llegase la hora de acostarme a dormir, y una vez en la cama me sobrecogía la
congoja de que el sueño se adueñara de mí para siempre. Era una vida insoportable,
terriblemente insoportable. Y no me sentía ni siquiera con resolución para
suicidarme, lo cual pensaba yo entonces que sería un remedio. Llegué a temer
por mi razón...
—¿Y cómo no consultaste con un
especialista? —le dije por decirle algo.
—Tenía miedo, como lo tenía de todo. Y este
miedo fue creciendo de tal modo, que llegué a pasarme los días enteros en este
cuarto y en este sillón mismo en que ahora estoy sentado, con la puerta
cerrada, y volviendo a cada momento la vista atrás. Estaba seguro de que
aquello no podía prolongarse y de que se acercaba la catástrofe o lo que fuese.
Y en efecto llegó.
Aquí se detuvo un momento y pareció
vacilar.
—No te sorprenda el que vacile —prosiguió—,
porque lo que vas a oír no me lo he dicho todavía ni a mí mismo. El miedo era
ya una cosa que me oprimía por todas partes, que me ponía un dogal al cuello y
amenazaba hacerme estallar el corazón y la cabeza. Llegó un día, el 7 de septiembre,
en que me desperté en el paroxismo del terror; sentía acorchados cuerpo y espíritu.
Me preparé a morir de miedo. Me encerré como todos los días aquí, me senté
donde ahora estoy sentado, y empecé a invocar a la muerte. Y es natural, llegó.
—Advirtiéndome la mirada, añadió tristemente:
—Sí, ya sé lo que piensas, pero no me
importa.
Y prosiguió:
—A la hora de estar aquí sentado, con la
cabeza entre las manos y los ojos fijos en un punto vago más allá de la
superficie de esta mesa, sentí que se abría la puerta y que entraba
cautelosamente un hombre. No quise levantar la mirada. Oía los golpes del
corazón y apenas podía respirar. El hombre se detuvo y se quedó ahí, detrás de
esa silla que ocupas, de pie, y sin duda mirándome. Cuando pasó un breve rato
me decidí a levantar los ojos y mirarlo. Lo que entonces pasó por mí fue
indecible; no hay para expresarlo palabra alguna en el lenguaje de los hombres
que no se mueren sino una sola vez. El que estaba ahí, de pie, delante mío, era
yo, yo mismo, por lo menos en imagen. Figúrate que estando delante de un
espejo, la imagen que de ti se refleja en el cristal se desprende de éste, toma
cuerpo y se te viene encima...
—Sí, una alucinación... —murmuré.
—De eso ya hablaremos —dijo, y siguió—:
Pero la imagen del espejo ocupa la postura que ocupas y sigue tus movimientos,
mientras que aquel mi yo de fuera estaba de pie, y yo, el yo de dentro de mí,
estaba sentado. Por fin el otro se sentó también, se sentó donde tú estás
sentado ahora, puso los codos sobre la mesa como tú los tienes, se cogió la
cabeza, como tú la tienes, y se quedó mirándome corno me estás ahora mirando.
Temblé sin poder remediarlo al oírle esto,
y él, tristemente, me dijo:
—No, no tengas también tú miedo; soy
pacífico —y siguió—: Así estuvimos un momento, mirándonos a los ojos el otro y
yo, es decir, así estuve un rato mirándome a los ojos. El terror se había
transformado en otra cosa muy extraña y que no soy capaz de definirte; era el
colmo de la desesperación resignada. Al poco rato sentí que el suelo se me iba
de debajo de los pies, que el sillón se me desvanecía, que el aire iba enrareciéndose,
las cosas todas que tenía a la vista, incluso mi otro yo, se iban esfumando, y
al oír al otro murmurar muy bajito y con los labios cerrados: ¡Emilio!, sentí
la muerte. Y me morí.
Yo no sabía qué hacer al oírle esto. Me
dieron tentaciones de huir, pero la curiosidad venció en mí al miedo. Y él
continuó:
—Cuando al poco rato volví en mí, es decir,
cuan do al poco rato volví al otro, o sea resucité, me encontré sentado ahí,
donde tú te encuentras ahora sentado y donde el otro se había sentado antes, de
codos en la mesa y cabeza entre las palmas contemplándome a mí mismo, que
estaba donde ahora estoy. Mi conciencia, mi espíritu, había pasado del uno al
otro, del cuerpo primitivo a su exacta reproducción. Y me vi o vi mi anterior
cuerpo, lívido y rígido, es decir, muerto. Había asistido a mi propia muerte. Y
se me había limpiado el alma de aquel extraño terror. Me encontraba triste, muy
triste, abismáticamente triste, pero sereno y sin temor a nada. Comprendí que
tenía que hacer algo; no podía quedar así y aquí el cadáver de mi pasado. Con
toda tranquilidad reflexioné lo que me convenía hacer. Me levanté de esa silla,
y tomándome el pulso, quiero decir, tomando el pulso al otro, me convencí de
que ya no vivía. Salí del cuarto dejándolo aquí encerrado, bajé a la huerta, y
con un pretexto me puse a abrir una gran zanja. Ya sabes que siempre me ha
gustado hacer ejercicio en la huerta. Despaché a los criados y esperé la noche.
Y cuando la noche llegó cargué a mi cadáver a cuestas y lo enterré en la zanja.
El pobre perro me miraba con ojos de terror, pero de terror humano; era, pues,
su mirada una mirada humana. Le acaricié diciéndole: no comprendemos nada de lo
que pasa, amigo, y en el fondo no es esto más misterioso que cualquier otra
cosa...
—Me parece una reflexión demasiado
filosófica para ser dirigida a un perro —le dije.
—¿Y por qué? —replicó—. ¿O es que crees que
la filosofía humana es más profunda que la perruna?
—Lo que creo es que no te entendería.
—Ni tú tampoco, y eso que no eres perro.
—Hombre, sí, yo te entiendo.
—¡Claro, y me crees loco!...
Y como yo callara, añadió:
—Te agradezco ese silencio. Nada odio más
que la hipocresía. Y en cuanto a eso de las alucinaciones, he de decirte que
todo cuanto percibimos no es otra cosa, y que no son sino alucinaciones
nuestras impresiones todas. La diferencia es de orden práctico. Si vas por un
desierto consumiéndote de sed y de pronto oyes el murmurar del agua de una
fuente y ves el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si arrimas a ella
tu boca y bebes y la sed se te apaga, llamas a esta alucinación una impresión
verdadera, de realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras percepciones
se estima por su efecto práctico. Y por su efecto práctico, efecto que has
podido observar por ti mismo, es por lo que estimo lo que aquí me sucedió y
acabo de contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo el mismo, soy, sin
embargo, otro.
—Esto es evidente...
—Desde entonces las cosas siguen siendo
para mí las mismas, pero las veo con otro sentimiento. Es como si hubiese
cambiado el tono, el timbre de todo. Vosotros creéis que soy yo el que he
cambiado y a mí me parece que lo que ha cambiado es todo lo demás.
—Como caso de psicología... —murmuré.
—¿De psicología? ¡Y de metafísica
experimental!
—¿Experimental? —exclamé.
—Ya lo creo. Pero aún falta algo. Ven
conmigo.
Salimos de su cuarto y me llevó a un rincón
de la huerta. Empecé a temblar como un azogado, y él, que me observó, dijo:
—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡También tú! ¡Ten valor,
racionalista!
Me percaté entonces de que llevaba un
azadón consigo. Empezó a cavar con él mientras yo seguía clavado al suelo por
un extraño sentimiento, mezcla de terror y de curiosidad. Al cabo de un rato se
descubrió la cabeza y parte de los hombros de un cadáver humano, hecho ya casi
esqueleto. Me lo señaló con el dedo diciéndome:
—¡Mírame!
Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Volvió
a cubrir el hueco. Yo no me movía.
—¿Pero qué te pasa, hombre? —dijo
sacudiéndome el brazo.
Creí despertar de una pesadilla. Lo miré
con una mirada que debió de ser el colmo del espanto.
—Sí —me dijo—, ahora piensas en un crimen;
es natural. ¿Pero has oído tú de alguien que haya desaparecido sin que se sepa
su paradero? ¿Crees posible un crimen así sin que se descubra al cabo? ¿Me
crees criminal?
—Yo no creo nada —le contesté.
—Ahora has dicho la verdad; tú no crees en
nada y por no creer en nada no te puedes explicar cosa alguna, empezando por
las más sencillas. Vosotros, los que os tenéis por cuerdos, no disponéis de más
instrumentos que la lógica, y así vivís a oscuras...
—Bueno —le interrumpí—, ¿y todo esto qué
significa?
—¡Y salió aquello! Ya estás buscando la
solución o la moraleja. ¡Pobres locos! Se os figura que el mundo es una charada
o un jeroglífico cuya solución hay que hallar. No, hombre, no; esto no tiene
solución alguna, esto no es ningún acertijo ni se trata aquí de simbolismo
alguno. Esto sucedió tal cual te lo he contado, y si no me lo quieres creer,
allá tú.
* * *
Después que Emilio me contó esto y hasta su
muerte, volví a verle muy pocas veces, porque rehuía su presencia. Me daba
miedo. Continuó con su carácter mudado, pero haciendo una vida regular y sin
dar el menor motivo a que se le creyese loco. Lo único que hacía era burlarse
de la lógica y de la realidad. Se murió tranquilamente, de pulmonía, y con gran
valor. Entre sus papeles dejó un relato circunstanciado de cuanto me había
contado y un tratado sobre la alucinación. Para nosotros fue siempre un
misterio la existencia de aquel cadáver en el rincón de la huerta, existencia
que se pudo comprobar.
En el tratado a que hago referencia
sostenía, según me dijeron, que a muchas, a muchísimas personas les ocurren
durante la vida sucesos trascendentales, misteriosos, inexplicables, pero que
no se atreven a revelar por miedo a que se les tenga por locos.
«La lógica —dice— es una institución social
y la que se llama locura una cosa completamente privada. Si pudiéramos leer en
las almas de los que nos rodean veríamos que vivimos envueltos en un mundo de
misterios tenebrosos, pero palpables.»
Fuente: Miguel de Unamuno, en Antología del cuento extraño, Ed.
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