Cuento de Adolfo Bioy Casares
El jueves, a las ocho en punto de la mañana, debía presentarme en la estancia de don Juan Pees, en la zona de Pardo, para dejar concluida una venta de hacienda, la primera operación importante que iba a llevar a la casa de consignaciones y remates, de la ciudad de Rauch, en que trabajaba. En diciembre de 1929 yo había conseguido el empleo y si al año me mantenía en él, quizá debiera atribuir el hecho a la estima que los miembros de la firma profesaban por mis mayores.
A la hora del desayuno, el miércoles, hablamos de mi viaje del día siguiente. Mi madre aseguró que yo no podía faltar a la cita, aunque el jueves fuera Navidad. Para evitar cualquier pretexto de postergación, mi padre me prestó el automóvil: un Nash, doble-faeton, «su hijo preferido», como decíamos en casa. Sin duda, no querían que yo perdiera el negocio, por la comisión, una suma considerable, y porque si lo perdía podía muy bien quedarme sin empleo. La crisis apretaba; ya se hablaba de los desocupados. Aparte de todo eso, quizá mis padres pensaran que por golpes de suerte, como la venta de vacas a Pees, y por las continuas salidas al campo, que rompían la rutina del escritorio, yo le tomaría el gusto al trabajo. Les parecía peligroso que un joven dispusiera de tiempo libre; desconfiaban de mis excesivas lecturas y de las consiguientes ideas raras.
En cuanto llegué al escritorio hablé del asunto. Los miembros de la firma y el contador opinaron que don Juan, al citarme, probablemente no recordó que el jueves caía en 25, pero también dijeron que si yo no quería perder la venta me presentara el día fijado. Hombre de una sola palabra, don Juan era muy capaz de renunciar a un negocio, por beneficioso que fuera, si la otra parte no cumplía en todos sus detalles lo convenido. Uno de los miembros de la firma comentó:
—Pongamos por caso que se pierda la operación por culpa tuya. Mantenerte en el puesto sería un mal precedente.
—Por mí no se va a perder —repliqué.
Desde que disponía del Nash, por nada hubiera renunciado al viaje. Para empezarlo a lo grande almorcé en el hotel. La patrona agrupó a los comensales en un extremo de una larga mesa. Entre todos llegaríamos a la media docena: un señor maduro, tres o cuatro viajantes y yo. Al señor maduro lo llamaban el señor pasajero. Desde un principio lo tomé entre ojos. Tenía una mansedumbre exagerada, que recordaba las de ciertas imágenes de santos. Lo consideré hipócrita y, para que no ocupara el centro de la atención, me puse a botaratear sobre mi negocio con don Juan. Dije:
—Mañana cerramos trato.
—Mañana es Navidad —observó el señor pasajero.
—¿Qué hay con eso? —dije.
—El campo de don Juan queda en Pardo —dijo o preguntó uno de los viajantes.
—En Pardo.
—Si vas en auto, por Cacharí, te conviene largarte ahora —dijo el viajante y con un vago ademán señaló la ventana.
Entonces oí la lluvia, y la vi. Llovía a cántaros.
—Dentro de un rato por ese camino no pasa nadie. Te juro: ni un alma.
Me dejé estar, porque no me gusta que me den órdenes. Siempre me tuve fe para manejar en el barro, pero soplaba viento del este, quizá lloviera mucho y si no quería que la noche me agarrara en el camino, lo mejor era salir cuanto antes.
—Me voy —dije.
Mientras me ponía el encerado, la patrona se acercó y dijo:
—Un señor me pidió que te pregunte si no sería mucha molestia llevarlo.
—¿Quién? —pregunté. Previsiblemente contestó:
—El señor pasajero.
—De acuerdo —dije.
—Me alegro. Es hombre raro, pero de mucho roce, y en un viaje como el que te espera, más vale no estar solo.
—¿Por qué?
—Un camino maldito. Puede pasar cualquier cosa.
Antes de que lo llamaran, mi compañero de viaje apareció. Dijo con su voz inconfundible:
—Me llamo Swerberg. Si quiere le ayudo a colocar las cadenas.
«¿Quién le dijo que yo iba a ponerlas?», murmuré con fastidio. Sacudiendo la cabeza, busqué en la caja de herramientas las cadenas y el criquet, y me aboqué al trabajo.
—Me arreglo solo —contesté.
Minutos después emprendimos viaje. El camino estaba pesado, los pantanos abundaban y la mucha labia de mi compañero me irritó. De tanto en tanto me veía obligado a contestarle, y yo quería volcar mi atención en la huella, de la que no debía salir. Una serie de pantanos, como la que teníamos por delante, aburre, hasta cansa y en el primer descuido lo lleva a uno a cometer errores. Desde luego el señor pasajero hablaba de la Navidad y del hecho, para él poco menos que impensable, de que don Juan y yo nos reuniéramos el 25, para dejar concluida una operación de venta de ganado.
—¿Qué me está sugiriendo? —pregunté—. ¿Que mi negocio con don Juan no es más que una mentira, un invento para darme importancia, o para conseguir un auto prestado y salir de paseo? Lindo paseo.
—No pensé que mintiera. De todos modos le aclaro que no es tan fácil distinguir la verdad y la mentira. Con el tiempo, muchas mentiras se convierten en verdades.
—No me gusta lo que dice —repliqué.
—Siento mucho —contestó.
—Siente mucho, pero da a entender que miento. Una mentira siempre es una mentira.
Creo que el señor pasajero dijo por lo bajo: «Ahí se equivoca». No presté atención. Me concentré en el manejo, en seguir la huella, en tercera velocidad, a marcha lenta. No tan lenta como para exponerme a que el motor se parara ante cualquier resistencia del camino. A una marcha lenta, pero desahogada, que mantuviera las ruedas en la huella, sin nunca rebasarla. «Del manejo en el barro soy un virtuoso», reflexioné. Si me irrité con ese hombre, no fue porque me distrajera de lo que estaba haciendo, sino porque me obligaba a escucharlo y porque hablaba en un tono paternal y untuoso. Declaró:
—En mi Europa nadie concluye negocios el 25 de diciembre.
—Lo sé. En nombre de don Juan, y en el mío, pido disculpas.
—Mencioné el hecho como una prueba de la diferencia de costumbres. En Sudamérica no conocen el espíritu de la Navidad. La fecha pasa casi inadvertida, salvo para los niños, que esperan regalos. En Alemania y en el norte de Europa, Santa Claus, que algunos llaman Papá Noel, trae juguetes, vestido de colorado, en un trineo tirado por renos. Para la imaginación del niño ¿hay mejor regalo que una leyenda así?
Rápidamente busqué una respuesta que de algún modo reflejara mi hostilidad. Por último dije:
—Como si les contaran pocas mentiras, agregan otra. ¿Qué se proponen? ¿Que no crean en nada?
—Pierda cuidado —contestó—. La gente no se desprende así nomás de sus creencias.
—¿Aunque sepa que son mentiras?
Del otro lado del arroyo Los Huesos, el camino estaba pesadísimo y pronto se convirtió en un pantano interminable. El señor pasajero dijo:
—¿Piensa que vamos a salir de este pantano? A mí me parece muy traicionero. Más adelante vamos a encontrar peores.
—Usted levanta el ánimo.
—Los pantanos viejos son traicioneros. Cómo serán de viejos los de este camino, que figuran, con nombre y todo, en un mapa de la zona.
—¿Vio el mapa?
—Lo vio, con sus propios ojos, el representante de los molinos Guanaco. Un hombre así no habla por hablar.
Llegamos a un tramo en que el piso, aunque barroso, estaba más firme. Dije:
—¿Salimos o no salimos?
—Se tuvo fe y triunfó. Después usted niega la fe.
—Si no me equivoco, lo que menos importa es manejar bien.
Me fastidia que no reconozcan mi habilidad para el manejo.
Sin que amainara la lluvia, hubo una sucesión de relámpagos. Los más fuertes iluminaban, por segundos, grandes cuevas que se abrían entre las nubes. El señor pasajero aseguró:
—Cuando relampaguea como hoy, la gente mira el cielo por si en uno de esos huecos sorprende a Dios o a un ángel. Hay quienes dicen que los vieron.
—Y usted les cree. Como al representante de Guanaco.
—Yo doy vuelta el refrán. Creer para ver.
—¿Vio mucho?
—Más que usted, mi joven amigo, un poco más. Por lo que he vivido. También por lo que he viajado.
—Argumentos de autoridad.
—Y de peso.
—¿Qué vio en sus viajes que valga la pena? ¿Lo vio a Dios, entre las nubes?
—Si me pregunta por el creador del cielo y de la tierra, desde ya le contesto que a ese no lo vi.
—Menos mal.
—Se retiró, después de la creación, para que los hombres hagamos con nuestra tierra lo que se nos dé la gana.
—Apuesto que lo sabe de buena fuente. ¿El cielo está vacío?
—¿Cómo se le ocurre? Desde que el mundo es mundo, lo poblamos con nuestros dioses. Dígame la verdad: ¿ahora empieza a entender la importancia de las creencias?
Le contesté, quizá de mal modo:
—Para mí, ahora, lo único importante es el pantano que atravesamos.
Era espeso, profundo y, como algunos anteriores, parecía no tener fin.
—Está pesadísimo —dijo el señor pasajero—. Yo, en su lugar, pondría segunda.
—No pedí consejo.
—Lo sé, pero sospecho que vamos a empantanarnos. Yo no lo desanimo. Siga, mientras pueda.
—Claro que voy a seguir.
Fue aquélla una larga travesía en la que abundaron vicisitudes de suma importancia en el momento y que olvidé muy pronto.
—¿Está enojado? —preguntó.
—Usted marea a cualquiera con la charla. ¿Se da cuenta?
—Me doy cuenta que maneja bien. Por eso, en lugar de preocuparme por los pantanos, le voy a hablar de cosas más elevadas. Empiezo por repetirle una buena noticia que le di. El cielo no está vacío. Nunca estuvo.
—Qué suerte.
No me pregunten qué sucedió. Me habré hartado de manejar cuidadosamente, o de la interminable sucesión de pantanos, o de las inopinadas informaciones del señor pasajero. Muy seguro, emprendí un manejo despreocupado, que respondía a impulsos ocasionales y que me sirvió como desahogo. El señor pasajero no paraba de hablar. Explicaba:
—El cielo, escúcheme bien, es una proyección de la mente. Los hombres ponen allá los dioses de su fe. Hubo períodos en que los dioses egipcios reinaban. Los desalojaron después los griegos y los romanos. Ahora gobiernan los nuestros.
—Maldición —dije y, al ver la cara de asombro del señor pasajero, agregué—: Ahí tiene lo que sucede por meter charla al pobre diablo que maneja.
Estábamos empantanados. Traté de salir, marcha adelante primero, marcha atrás después, pero fue imposible. Comprendí que más valía no insistir.
—No se impaciente —dijo.
Repliqué:
—Usted no tiene que estar mañana en Pardo.
—A lo mejor aparece alguno y nos saca.
—¿Vio otros coches en el camino? Yo, no. Por acá ni pasan los pájaros.
—Entonces permítame que ayude.
—¿Va a empujar?
—No conseguiríamos nada.
—Entiendo. Llueve, hay barro.
—Temo que mi proposición no le guste. Hizo lo posible por salir y no pudo ¿de acuerdo? Deje que yo pruebe.
—¿Maneja mejor?
—No se trata de eso.
—¿De qué se trata?
—De que otro pruebe la suerte. Total ¿qué hacemos ahora? Esperar y, según usted, inútilmente, porque por acá no pasa nadie. Es claro, a lo mejor no desea estar mañana en Pardo.
—No estar mañana en Pardo sería para mí un desastre.
—Entonces, déjeme que pruebe.
Tal vez por ofuscación pregunté:
—Para darle mi lugar ¿abro la puerta y me tiro al pantano? Está claro que usted no quiere mojarse ni embarrarse.
—No es necesario —dijo y por encima del respaldo pasó al asiento de atrás—. Córrase, por favor.
Ocupó mi lugar, apretó el arranque eléctrico y antes que yo atinara a formular un consejo avanzamos con lentitud, pero inconteniblemente y muy pronto llegamos a una inesperada zona de piso firme, donde sin duda había llovido poco. El señor pasajero aceleró. Miré, con alarma, el velocímetro y oí el repetido golpear de una cadena contra el guardabarro.
—¿No oye? —pregunté secamente—. Pare, hombre, pare. Voy a sacar las cadenas.
—Lo hago yo, si quiere.
—No —dije.
Bajé del coche. Había esa luz del atardecer después de la tormenta que infunde intensidad a los colores. Vi a mi alrededor campo tendido, marrón donde estaba arado, muy verde el resto; el alambre, azul y gris; unas pocas vacas coloradas y rosillas. Cuando desprendí las cadenas ordené:
—Avance.
Avanzó un metro o dos. Recogí las cadenas, las guardé en la caja de herramientas y levanté los ojos. El señor pasajero no estaba en el coche. Como en ese campo desnudo no había donde ocultarse, me sentí desorientado y con exasperación me pregunté si había desaparecido.
Fuente: Adolfo Bioy Casares, Una muñeca rusa, Ed. Tusquets
0 comentarios:
Publicar un comentario