Cuento de Inés Fernández Moreno
A Rolando Daniel Epstein y Alberto Teszkiewicz
Lomo, ojo de bife, vacío, chuletones, unos cincuenta kilos de carne de primera repartidos en Coral Gables. Cortes seleccionados para que los coman casi crudos y bañados en salsa barbecue, como les gusta a ellos. Daniel gira por Collins Street y siente un pinchazo de bronca. Creen que saben preparar la carne mejor que los argentinos, con sus parrillas de juguete llenas de manivelas, en sus jardines sin hormigas y sin olor. “De eso estás viviendo”, le dice siempre Vera, así que mejor se calla. Pero no puede impedir que le lleguen, desde tantos veranos y tantos lugares de la infancia, el olor y el sonido de las ramitas que crepitan, la felicidad de juntarlas en el pasto húmedo; si entrecierra los ojos, hasta puede ver la fina columna de humo que se levanta de la pila que han armado con sus primos. Para eso es necesario un jardín generoso, un jardín con algo de bosque, no esos canteros presuntuosos, esos céspedes cortados al rape, como si fuera la cabeza de un marine. Se merecen su charcoal, piensa, y otra vez recuerda el sentido común de Vera. “Hay que adaptarse, dejar atrás las nostalgias inútiles”. Como prueba de su capacidad de adaptación, ella le ha regalado ese pantalón, el que lleva puesto, un pantalón de carpintero americano con por lo menos diez bolsillos de distintos tamaños donde nunca sabrá qué guardar. Es raro que Vera todavía no haya dado señales de vida, no le haya mandado aunque sea un mensaje, en función de esa amorosa preocupación con que suele agobiarlo. Daniel se remueve en el asiento, sabe que tiene que tomar una decisión. Debería irse a vivir con ella. O dejarla: jugarse por ese sueño inconfesable en el que todavía espera a una mujer extraordinaria. ¿De dónde le vendría a él esa idea? A los cuarenta años y con poca plata, casi pelado, ¿sigue esperando a la princesa de Kapurthala? La princesa de Kapurthala le iba a llegar marchita y en harapos. Daniel saca de la guantera su libreta de pedidos y la apoya sobre el tablero. Mientras espera el cambio de luces confirma que ya pasó por La Estancia y Chikito Way, levantó el pedido de Johnny Meat y Che Chorizo. Sólo le falta El Danzón, el minimarket de Mariel y Omar. Le caen simpáticos los cubanos, algunos cubanos, pero ponerle El Danzón a un minimarket, qué idea, como el tipo que le puso Socorro Ramírez a una heladería en honor a su mujer, una mulata tremenda que sólo despierta ideas obscenas: cuerpo de chocolate, baños de crema de maní, siropes tibios y, cada tanto, una frutita abrillantada… Empieza a imaginar algunos dulzores sutiles cuando lo detiene el semáforo de la avenida. Daniel saca la cabeza por la ventanilla y se mira de refilón en el espejo retrovisor. Se sobresalta. Cada vez que su imagen aparece de improviso, le pasa lo mismo. ¿Quién es ese hombre con poco pelo, con bolsas bajo los ojos? Mirándolo bien, un hombre cada vez más parecido a su padre. También su padre, llegado el caso, hubiera sido capaz de ponerle Esther Sidelnik a una heladería. Sin embargo, a los cubanos de Miami, por más que desafiaran las leyes elementales del marketing, les iba bien. ¿Y a los argentinos? Los argentinos casi siempre en la montaña rusa, como él. Una crisis lo emboca y lo deja en la lona, otra impensadamente lo levanta y le deja algunos dólares en el bolsillo. Lo suficiente como para emprender una vez más la aventura. Ahora Miami, con la empresita de carnes argentinas, en realidad uruguayas, transitoriamente uruguayas hasta que se termine el rebrote de aftosa, que va a ser muy pronto, cuestión de días según sus contactos en la Argentina, rebrote que se declaró justo cuando él y su socio arrancaban con el proyecto. No termina de saber qué pensar de él, si es un desdichado perseguido por la mala suerte, un butz o un tipo que a la larga va a sorprender a todos, empezando por él mismo. Cada vez que piensa en esto, recuerda la cara de su bobe. Cómo lo miraba cuando era chico, con una expresión de esas que en las novelas policiales llaman “indescifrables”.
Daniel entra por Camino Way y aminora la velocidad hasta llegar a la entrada de El Danzón. El aparcamiento está casi vacío. Avanza hasta el tinglado del fondo, donde algunos pocos autos se protegen del sol feroz de la mañana, y en una sola y suave maniobra estaciona. Uno de los placeres de vivir en Miami es la Savannah Diesel que compraron con su socio, un modelo inteligente, pequeños zumbidos y ronroneos que te confirman a cada instante que allí las cosas funcionan.
Daniel baja, se despereza y después va hacia la parte trasera. Abre la cámara refrigerada, entra de un salto y camina hasta donde se apilan las cajas para Omar. Otra cosa de la que está contento es de los envases que diseñaron, la etiqueta ovalada y la ilustración elegante de una estancia argentina. Nadie podía dudar de que era un gourmet cuando se llevaba un paquete de Southamerican Beef, un pedazo de mítica pampa argentina. Aquellas carnicerías de pueblo, recordó. Con el mármol siempre manchado de sangre y moscas revoloteando alrededor. Cómo había cambiado, cómo se había sofisticado –y pervertido– el mercado, piensa, cuando de pronto escucha un clac y se queda en la oscuridad. Clac hace también su corazón, por más que sabe que no hay más que ir hasta la puerta que se ha cerrado a traición, buscar a tientas la palanca interna, porque todo está pensado, contemplado, previsto, sobre todo que un pobre sudamericano deje la puerta entreabierta sin tener en cuenta el probable declive, el peso de la misma, la predilección de las cosas por volver a su posición o estado normal, porque nadie quiere cambiar: todo, seres y cosas quieren seguir siendo lo que eran y estando en donde estaban. En el caso de la puerta, eso significa: cerrada. Pero no es la puerta quien decide, piensa Daniel, es el hombre, el ingeniero que ha diseñado esa camioneta, y se desliza con las manos contra las paredes frías de la cámara hacia la puerta, donde ve, a la altura de su cabeza, la lucecita roja del termostato, un resplandor que gana fuerza de a poco, a medida que sus ojos se acostumbran a la nueva situación: dos grados centígrados para que las carnes –también la suya sumada ahora a las del bovino rioplatense– se mantengan frías en su centro, piensa, mientras un estremecimiento le recorre el espinazo. Su mano encuentra la palanca, la gira hacia abajo y, en cuanto lo hace, sabe que está perdido: la palanca se mueve flojamente, como si fuera de juguete: ningún mecanismo responde a su mando. Repite el movimiento, la sacude, tira hacia delante y hacia atrás, se resiste a aceptar lo que es evidente, la palanca está rota. Se palpa el cuerpo, ¿qué espera encontrar?, ¿un martillo, una tenaza? Está casi desnudo con su musculosa y el pantalón de los bolsillos inútiles, liso como un pez. Además, recapacita, mientras vuelve a sacudir la manija, no es que se haya soltado o aflojado alguna pieza que él pueda ajustar, es algo que va por dentro, algo inaccesible. Daniel se desliza hasta el suelo y se agarra la cabeza. “Anda como un Mercedes”, le había dicho el dueño anterior, un tipo que distribuía pescado, pero minga de que la manija interior estuviera fallada. Daniel lo maldice, yanqui estafador, hijo de mil putas, recuerda sus cachetes rosados y saludables, su cuello de toro, jura que si vuelve a encontrarlo lo estrangula. En un instante pasa de la furia a la impotencia. Pero se levanta al fin, no hay que desesperar, hay que mantener la calma, pensar en el después, cuando esto sea una anécdota divertida, dentro de unos días. Porque va a salir de allí muy pronto, aunque por ahora sólo pasen por su cabeza las posibilidades más macabras. Sabe que el teléfono móvil está adelante, sobre el tablero, donde suele dejarlo, qué error, sólo queda patear la puerta, gritar, confiar en su buena suerte, esperar a que alguien de los dos o tres autos que ha visto estacionados en el parking pueda escucharlo. Se lanza contra la puerta y la golpea frenéticamente con los puños y con los pies. Lo importante es mantener la sangre fría, a dos grados. ¿Cuánto tardaría su carne en enfriarse hasta la hipotermia, ¿cuánto se resiste en ese estado?, ¿cómo era la muerte por congelamiento? Tiene que administrar sus fuerzas, nada de golpear histéricamente: respirar hondo y patear cada cinco, tres, dos minutos, entre tanto, caminar en forma constante alrededor de la caja para mantener el calor. ¿Quién podría imaginar que le ha pasado algo? Nadie. ¿Cuándo empezaría alguien a preocuparse por su ausencia? Repasa el improbable contenido de ese “alguien” en Miami. No más de dos o tres personas. Mientras mantiene el ritmo de caminata y golpes en la puerta, hace las más locas especulaciones. La mente se le nubla un poco y las agujas del reloj lo confunden. La larga era para las horas, la corta para los minutos, segundero no tiene. Debe haber arremetido contra la puerta unas veinte veces. Se da un golpecito en la frente contra la pared como si eso fuera a acomodarle las ideas. ¿Habrá pasado media hora, una hora? De pronto ve a su tío abuelo Gregorio, el del daguerrotipo, levantando los hombros como si le pidiera perdón. Porque él es el culpable y lo sabe. El idiota de la familia, el que originó la saga de la que él puede resultar el último y triste eslabón. Una injuria del destino, venir a morir asfixiado después de haber escapado a los pogroms y a los campos de concentración. Recuerda los camiones de reparto de los frigoríficos porteños, tan espaciosos y aireados, aquella medias reses colgando de sus ganchos, ni siquiera va a morir, él, cuerpo a cuerpo con las vaquitas argentinas, “como abrazao a una res”, piensa y se ríe mientras le castañetean los dientes, sino congelado con una pila de paquetitos presumidos como cajas de bombones. Siente un hormigueo en el estómago, como si una araña le caminara por dentro. Atrapada, la araña, como él en el camión. Fenómenos de cajas chinas, piensa y vuelve a ver a Gregorio, al valeroso y tonto de Gregorio cruzando el Moldava con las monedas de toda la familia cosidas en el forro del sobretodo. Enseguida mostró la hilacha, Gregorio, en cuanto el barquero lo miró supo que era un pusilánime y ahí nomás, sin esperar siquiera a llegar a la mitad del río, le arrancó casi toda su fortuna, apenas le quedó, escondido debajo de una suela, un billete para la mitad del pasaje que lo traería a América. A Nueva York, lo traería. Toda la familia dependiendo de él, piensa Daniel. Si Gregorio hubiera desembarcado en Nueva York, otro gallo cantaría, él sería hoy un comerciante próspero, no tendría problemas de papeles, estaría en un yate en Miami tomando sol, no encerrado en esa caja refrigerada. En cambio le tocó Argentina. La dictadura militar, la tablita, las devaluaciones, el corralito. Sin contar con la adversidad cotidiana, las pequeñas estafas, lo que no hay, lo que no se puede, lo que no funciona. ¿Quién podía resistir semejante cóctel? No entendió, Gregorio, el peso de su responsabilidad. El tamaño de su estupidez, cosa que mirando bien el daguerrotipo saltaba a la vista, en esos hombros encogidos, esa barbita rala. Porque tuvo más de una oportunidad, Gregorio. Pudo haber bajado en un puerto brasilero. Pudo incluso haberse quedado en Montevideo. Serían pobres pero humildes, él no se habría envenenado con la soberbia argentina. Y eso que había estado dos días en Montevideo, donde el barco tenía que cargar y descargar mercadería. Contaban incluso que, caminando por una callecita del centro, Gregorio se había asomado a una ventana donde un sastre trabajaba. Der harbl is shlejt gueneit, le había dicho al ver el esfuerzo que hacía el hombre por coser una manga. El sastre uruguayo, que también era paisano, lo entendió y lo desafió: ya que le parecía mal cosida, si se creía tan bueno, que se sentara en su lugar y la pegara él. Gregorio lo hizo y, como había aprendido el oficio de su padre desde muy chico, hilvanó primero y después cosió la manga con puntadas finas y la dejó perfecta, el hombro calzado sin una sola arruga. Allí mismo el uruguayo le ofreció trabajo. Y Gregorio volvió a equivocarse cuando le dijo que no, de puro fatalista, porque su pasaje, que al principio creyó que era para Nueva York, era para Buenos Aires y él quería llegar hasta el extremo que le había señalado su suerte.
Y por esa suma de errores, que después se propagaron y multiplicaron en otros, él, Daniel Sidelnik, estaba ahora allí, como el último de los Buendía nacido con cola de chancho, cansado de patear contra una puerta cerrada. Odió a Gregorio y a su tía Ethel que habían arrastrado al resto de la familia, incluyendo a su abuelo Julio, y puesto así el ancla en la Argentina, odió a sus tíos David y José y a sus mediocres fábricas textiles y a sus hijos pretenciosos, sus primos mayores que habían adoptado con pasión el tango, el mate, el billar, el peronismo, y después las pastas italianas y la tarantela porque a su vez varios de sus hijos se habían mezclado con sangre italiana. Sintió la cara húmeda, serían lágrimas, las últimas tal vez de su vida. “No llorés”, vein nisht, le decía su bobe, y supo entonces con exactitud cómo lo miraba. Carne sacrificada, pensó, y estas dos palabras cayeron sobre él con peso bíblico. Entonces le pareció escuchar los primeros acordes de Eight days a week. Tardó en reconocerlos: era la llamada musical de su celular. ¿Pero cómo podía escucharlo desde allí, si su teléfono estaba adelante, en la cabina? El sonido cesó unos segundos y después, con la misma alegría inconsistente, volvió a arrancar. Provenía de algún lugar cercano, muy cercano. Parecía salir de su propio cuerpo. ¿La primera alucinación? Se palpó de arriba a abajo y entonces, temblando, descubrió, en uno de los diez bolsillos del pantalón ridículo, en el más bajo y estrecho, casi junto a la pantorrilla, algo increíble, milagroso: ¡su teléfono móvil! Tardó en sacarlo de allí y, cuando al fin lo hizo, pudo leer en la pantalla luminosa el mensaje enternecedor de Vera: “No te olvides que te quiero”. Pese al frío que ya le había dormido los pies, sintió un arrebato de calor y con un dedo entumecido pero que vagamente percibió divino, adánico, marcó el número de El Danzón. ¿Yeahh?, dijo la voz chillona de Mayito, la empleada. Daniel quiso hablar pero una mezcla de voz y sollozo le atravesó la garganta y la empleada, impaciente, cortó. Daniel volvió a marcar, y otra vez apareció la voz de Mayito, un poco entrecortada por la mala cobertura: ¡Diga! ¡Omar, Omar!, gritó Daniel. ¿Dónde tás chico? Atrás, llámalo a Omar. ¿Que Omar te llame para atrás? ¿Call back? ¡No!, yo atrás, yo para atrás, en el garage, ¿o debía decir parking, aparcadero, palenque? ¿Qué tú dices, chico? ¡Que la concha de tu madre!, que lo llamés a Omar, perra, aulló Daniel. Concha viene nomás los sábados… pééérate que te pongo a Omar, dijo Mayito tratando de calmarlo.
El silencio redobló su pavor. A ver si esta esperanza fallida era el último de los tormentos. Pero un instante después apareció la voz redonda y alegre de Omar. ¿Daniel, eres tú? ¡Sí, Omar, sí!, estoy atrás… ¿Atrasado? ¡No!, atrás, atrás de tu negocio, de tu mercadito, tu “marketa”, aquí en la camioneta, la van, la “troca”, estoy encerrado, ENCERRADO, bendijo al fin la palabra, igual en Cuba que en la Argentina que en España que en el resto del mundo donde los españoles habían desembarcado y depositado su precioso idioma.
Se quedó sin aliento, derrumbado, hasta que al fin la puerta de la camioneta se abrió. El relumbrón de la luz lo encegueció primero, después, poco a poco, vio aparecer la cara sonriente de Omar, y la de Mayito asomada detrás. Y más atrás todavía imaginó a Vera que lo abrazaría por la noche, y a su bobe que lo recriminaba: a ver cuándo te dejás de dar vueltas, Daniel, cuándo encontrás una buena chica de la colectividad y te casás. Sí, tenía razón su bobe, debería casarse con Vera. Pero todavía necesitaba recuperar el aire, entrar en calor, pensarlo un poco más. Tal vez, pensó, hasta debería volver a la Argentina. Y entonces, detrás de su bobe, le pareció ver otra vez a Gregorio, con sus hombritos mezquinos y su barba rala, que le guiñaba un ojo y se desvanecía después.
Fuente: Inés Fernández Moreno, Mármara, Ed. Alfaguara
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