El profesor de caligrafía
Serguéi Kapitónich Ajiniéiev había concedido la mano de su hija Natalia al
profesor de historia y geografía Iván Petróvich Loshadín. La fiesta nupcial
transcurría a las mil maravillas. En la sala se cantaba, se tocaba y se
bailaba. Los lacayos del club, contratados por aquel día, con sus fraques
negros y sus cuellos blancos manchados, iban y venían por la casa sin un
momento de reposo. Había mucho alborozo, y las conversaciones eran animadas. El
profesor de matemáticas Tarántulov,el francés Padekuá y el inspector subalterno
de Hacienda Egor Venediktich Mzdá, sentados en el diván, contaban a otros
invitados, atropelladamente e interrumpiendo se entre sí, casos de inhumación
de personas vivas y manifestaban su opinión acerca del espiritismo. Ninguno de
los tres creía en él, pero todos admitían que son muchas las cosas de este
mundo a las que nunca llegará la mente humana. En otra estancia, el profesor de
la lengua y literatura Dodonski explicaba a otro grupo en qué casos el centinela
tiene derecho a disparar sobre los viandantes. Como ven ustedes, las conversaciones
eran espantosas, pero resultaban sumamente agradables. Por las ventanas que
daban al patio se asomaban los mirones cuya posición social no les permitía
entrar.
A las doce de la noche en
punto, el anfitrión, Ajiniéiev pasó a la cocina a comprobar si estaba todo
preparado para la cena. La cocina, del suelo al techo, estaba llena de vaho,
formado por olores de ganso, de pato y de muchas otras clases. Sobre dos mesas
habían colocado en pintoresco desorden los atributos de los entremeses y de la
bebida. Cerca de las mesas se afanaba Marfa, la cocinera, mujer de cara roja y voluminoso
vientre, partido en dos por el apretado delantal.
— ¡A ver, Marfa, ese
esturión! —dijo Ajiniéiev frotándose las manos y relamiéndose. ¡Qué olor, madre
mía, y qué vaho! ¡Me comería la cocina entera! ¡A ver, a ver, el esturión!
Marfa se acercó a uno de
los bancos y con mucho cuidado levantó un poco una hoja de periódico manchado
de grasa. Debajo, en un enorme plato, reposaba un gran esturión en gelatina,
salpicado de alcaparra, aceitunas y rodajas de zanahoria. Ajiniéiev vio el
esturión y se quedó boquiabierto. Se le iluminó la cara, se le pusieron los
ojos en blanco. Se inclinó y emitió con los labios un sonido que recordaba el
de una rueda sin engrasar. Así permaneció unos momentos y luego, rebosante de
satisfacción, hizo castañear los dedos y una vez más volvió a chasquear los
labios.
— ¡Hola! ¡Qué beso más
sonoro!... ¿Con quién te estás besando ahí Marfuchka? —se oyó que decía una voz
desde la habitación contigua, y por la puerta se asomó la cabeza rapada de
Vankin, ayudante de preceptores del instituto—. ¿Con quién te permites?
¡O-o-oh! ¡Qué bien! ¡Con Serguéi Kapitónich! ¡Vaya con el abuelo, no está mal!
¡A solas con la femenina!
— ¡Yo no estoy besando a
nadie! —replicó Ajiniéiev, confuso. ¿Quién te ha dicho eso, so tonto? Lo que
hago es... mira, chasquear los labios por... pensando en el gustazo... Al ver
el pescado...
— ¡Disculpe!
En la cara de Vankin se
dibujó una ancha sonrisa y su cabeza desapareció tras la puerta. Ajiniéiev se
ruborizó.
“¡El diablo sabe la que se
va a armar! —pensó. Este canalla irá ahora por ahí conel chisme. Me pondrá en
vergüenza ante toda la ciudad, el cerdo ese...”
Ajiniéiev entró
tímidamente en la sala y miró de soslayo hacia un lado: ¿dónde estará Vankin?
Vankin estaba de pie cerca del piano y doblándose audazmente decía algo al oído
de la concuñada del inspector, la cual se echó a reír.
“¡Está hablando de mí!
—pensó Ajiniéiev. ¡Está hablando de mí, mal rayo lo parta! Y la otra cree... ¡lo
cree! ¡Se ríe! ¡Dios del cielo! Esto no puede quedar así... no, no... Es
necesario evitar que lo crean. Hablaré con todos y será él, con sus chismes, quien
va a quedarse con un palmo de narices”
Ajiniéiev se rascó el
pescuezo, y sin sobreponerse del todo, a su turbación se acercó a Padekuá.
—He estado ahora en la
cocina a ver cómo marcha la cena —dijo al francés. Sé que a usted el pescado le
gusta y tengo preparado un esturión, amigo ¡así! ¡De dos varas! Je, je, je... Y
a propósito... por poco lo olvido... Ahí en la cocina por el esturión ese acaba
de sucederme una anécdota la mar de chistosa. Entro y quiero echar un vistazo a
la comida... Veo el esturión y chasqueé los labios de gusto... ¡qué apetitoso! En
ese momento el tonto de Vankin entra y dice: ¡ja, ja, ja!... “¡0-o-oh!.. ¿Se
están besando?”. Quería decir con Marfa, ¡con la cocinera! ¡Se necesita ser
tonto paraimaginárselo! Es fea como un pecado y él... ¡que se están besando!
¡Vaya idiota!
— ¿Quién es el idiota?
—preguntó Tarántulov, acercándose.
—Ese Vankin. Entro en la
cocina...Y contó lo de Vankin.
—¡Cómo me ha hecho reír,
el tonto! Para mí, ha de ser más agradable besar a un perro de la calle que a
Marfa —añadió Ajiniéiev, que volvió la cabeza y vio a su espalda a Mzdá.
—Estamos hablando de
Vankin —le dijo primero. ¡Qué estrafalario! Entra en la cocina, me ve al lado
de Marfa y ya se pone a inventar bobadas. “¿Qué —dice—, se están besando?”.
Será que la bebida le ha hecho ver visiones. Y yo digo que besaría al pavo
antes que besar a Marfa. Además, tengo mujer, digo yo; ése debe ser un tonto de
capirote. ¡Lo que me ha hecho reír!
—¿Quién lo ha hecho
reír?—Preguntó el reverendo padre, profesor de religión y moral acercándose a
Ajiniéiev.
—Vankin. ¿Sabe usted?
Estaba yo en la cocina contemplando el esturión...
nms
ResponderEliminarSi wey está bien verga el chisme
EliminarEstá incompleto el cuento
ResponderEliminarCerra el orto
Eliminarxsdjejdj
ResponderEliminarno entiendo los nombres
ResponderEliminarNo entiendo nada, una poronga este cuento, vieja chota la de Lengua
ResponderEliminarUna mierda este cuento. Que forra la de prácticas del lenguaje
ResponderEliminarHol
ResponderEliminarHola juana
ResponderEliminarhola lindo
EliminarHermosa
ResponderEliminarmorocho hermoso
Eliminarhola
ResponderEliminarMe gustan los viejos cojidos
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