Cuento de Jorge Luis Borges
El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un
poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban
muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente
tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de
pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del
capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo
cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar
cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo
sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los
pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que
ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el
negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes
fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la
sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor
apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo
despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras
gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se
desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando
desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la
pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson
había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la
cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no
cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena
parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para
llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer
día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación
que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los
fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil;
los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas.
Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los
malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo
mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero.
Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de
longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto
vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron
y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que
una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar
de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina,
unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don
Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa
inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos.
Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las
andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero
con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado
nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los
Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los
hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca
a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la
barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al
pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la
inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y
no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de
mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén
con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus
hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado —la palabra,
etimológicamente, era justa— por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las
aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie —tal
era su nombre genuino— habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de
Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a
principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica
cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo
de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando
Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre
perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las
supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no
escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en
el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y
acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la
comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado
interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más
autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los
hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un
bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de
un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución
en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las
sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y
adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar
la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas.
La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio,
había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los
doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él
había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas.
Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran
perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado
sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas
palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que
faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para
entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición
les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo
cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo
despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había
amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal
había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo
cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo
trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero
había siempre un tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a
la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él
siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad
no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho,
que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola
palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que
conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni
siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de
averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los
anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se
dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador
pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
—Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
—¿Qué es el infierno?
—Un lugar bajo tierra donde las ánimas
arderán y arderán.
—¿Y también se salvaron los que le clavaron
los clavos?
—Sí —replicó Espinosa, cuya teología era
incierta.
Había temido que el capataz le exigiera
cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron
que releyera los últimos capítulos. Espinosa durmió una siesta larga, un leve
sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia
el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
—Las aguas están bajas. Ya falta poco.
—Ya falta poco —repitió Gutre, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el
piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y
lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le
esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un
pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían
arrancado las vigas para construir la Cruz.