Cuento de Alejandro Dolina
El director Enrique Argenti estaba convencido de que la finalidad principal del arte era la sorpresa. Buscando el asombro general, su compañía realizó experiencias muy curiosas.
La primera de ellas fue el Teatro a Oscuras. Algunos historiadores sostienen que esta genial ocurrencia fue absolutamente casual y tuvo su origen en un corte de luz que se produjo mientras se representaba la obra Esquina Peligrosa.
Sea como fuere, la compañía de Argenti empezó a trabajar sin luces. Desde el escenario surgían voces y cada espectador imaginaba caras y acciones según su propia fantasía.
Las ventajas de este método de trabajo son innegables. Siempre es mejor lo imaginado que lo que realmente se ve. Por eso no nos sorprende enterarnos de que, en 1960, la compañía obtuvo un premio a la mejor escenografía en su versión de Macbeth. Un año después el teatro fue multado a causa de un audaz desnudo en Se necesita un hombre con cara de infeliz.
Siempre desde las tinieblas, Argenti dirigió también óperas y espectáculos de danza.
El lago de los cisnes fue calificada por los críticos como "la más fantástica interpretación jamás vista", lo cual era rigurosamente cierto.
Sin embargo, algunos enemigos de Argenti lo acusaron de engañar al público. Con toda malicia, sospechaban que el director se limitaba a poner un disco y que no existían en realidad bailarines ni decorados. Los más severos llegaron a afirmar que Argenti ni siquiera se molestaba en levantar el telón. Nada de esto fue demostrado jamás.
Los recursos de este creador no se agotaban en la oscuridad. En 1965 sorprendió a todos con su obra El intervalo. Intentaremos un breve resumen.
El público se instala en las butacas. Se levanta el telón y durante algo menos de tres minutos se desarrollan unos diálogos insustanciales. Baja el telón y la gente sale al pasillo a fumar.
Allí, inesperadamente, uno de los carameleros estrangula a un acomodador y hace saber a voz en cuello que se trataba del amante de su mujer. Intervienen el boletero y la chica del guardarropas. Entre todos van dando a conocer un drama complicadísimo. En cierto momento, la chicharra anuncia que ha terminado el intervalo. El público pasa a la sala. Allí tiene lugar otro acto de dos minutos y luego se invita a la gente a un segundo intervalo.
En definitiva, la obra transcurre en el pasillo y finaliza con la muerte del caramelero.
Los espectadores no siempre supieron captar esta sutileza, especialmente aquellos que, por no ser fumadores, permanecían en sus butacas durante los sabrosos entreactos.
En un intento por complacer a los sectores populares, Enrique Argenti organizó representaciones en las que se accedía a los pedidos del público. Al comenzar la función, los actores enfrentaban a la concurrencia y escuchaban sus solicitudes.
—¡Romeo y Julieta!
—¡Más allá del invierno!
—¡El rosal de las ruinas!
Luego de un pequeño cambio de opiniones, la compañía se decidía por alguna de las obras y la representaba. Muchas veces, esto ocasionaba el descontento de los espectadores no complacidos, pero jamás hubo problemas demasiado graves.
Los enemigos de Argenti, siempre suspicaces, creyeron notar que siempre se representaba la misma obra (Barranca abajo) y que entre quienes la solicitaban desde la platea no costaba nada reconocer a algunos personajes secundarios de la pieza.
Como tantos artistas que se proponen únicamente el sobresalto, Enrique Argenti fue víctima de su propia perseverancia. La sorpresa constante no sorprende.
Fuente: Alejandro Dolina, El libro del fantasma, Ed. Colihue.