Cuento de Manuel Mujica Lainez
1785
Don Rufo quemó su vida en fuegos de
lujuria. Por eso murió tan joven, roído, calcinado. Por eso le enterraron hace
diez días, con ceremonia rápida a la que no asistieron los parientes señoriles.
Hasta los últimos tiempos, hasta que nada indicaba ya, en la devastación de su
físico, lo que habían sido ese cuerpo pujante, y esa máscara dura, marmórea,
estatuaria, no cedió su amorosa demencia. Ahora está muerto, bien muerto, y las
dos mujeres y el muchacho que habitan su casa andan como perdidos entre los
muebles desfondados.
Es una casa del barrio del Alto de San
Pedro, situada más allí del zanjón que llaman del Hospital. La gente que mora
en esa parte de Buenos Aires no podría codearse con los primos de don Rufo. Son
pescadores, marineros y peones que realizan las tareas de acarreo para el
abastecimiento de la ciudad. Mézclanse con ellos algunos genoveses a quienes se
reconoce por los ademanes estrafalarios: en ocasiones parece que ordenaran al aire
o que le dieran bofetadas.
Cuando don Rufo se afincó allí indicó a las
claras que había roto para siempre con su familia. El perdulario llevó con él a
un hijo, un niño, habido en una mulata; ese mismo Luis que roza los quince años
y cuya desmayada delgadez contrasta con el vigor vehemente del padre. Otros
hijos tuvo, pero les abandonó en el desparramo de las rancherías, junto a las madres
oscuras, lacias, tristes. Trajo también una gallega de caderas fuertes, que
suele vagar por las habitaciones arrastrando las chinelas y a quien le gusta
levantar la saya al descuido para mostrar las pantorrillas redondas. Luego se
agregó otra mujer, una mestiza que apenas dice palabra y a quien todo se le ve
en los ojos hambrientos. Al principio la española se encrespó frente a la
criolla, pero don Rufo la tranquilizó presto. Fue suficiente un par de azotes
de la correa larguísima que pendía de su muñeca. Además la gallega comprendió
que el amo necesitaba esa compañía, que ella sola no bastaba a la rabia de
enfermo con que, a cualquier hora, la derribaba sobre la cuja.
Así vivió la extraña sociedad durante
varios años. Nadie pudo arrancar del pecado a don Rufo, siquiera Sor María Antonia
de Paz y Figueroa, la
Beata Antula , quien acudió a reconvenirle con el prestigio de
su santidad y de su linaje, y le habló durante una hora, de cera el rostro
oval, apoyándose en la fina cruz que le servía de báculo. Inútiles fueron sus
argumentos, Don Rufo no quería más vida que ésa.
Luis creció, desmañado, larguirucho. Sin
motivo el padre hacía burla de él y le golpeaba. Encolerizábale ese hijo débil,
temeroso, y no advertía que con su brutalidad aguzaba la timidez del pequeño.
Las amantes hacían coro a las bromas. Sentado bajo la higuera maravillosamente
negra y verde, don Rufo dejaba correr las tardes de calor, mateando. Alrededor
se movían las mujeres como perras dóciles. En los momentos más inesperados las
atraía, las manoseaba. Entonces la risa de la gallega se desgranaba en mitad
del patio entre el cloqueo de gallinas. Luis la oía siempre. Era su obsesión
esa risa metálica, tajante. Le perseguía de cuarto en cuarto, de un extremo al
otro de la casa desordenada en la que los restos de la antecesora holgura se
confundían con los testimonios de la decadencia actual.
Por esos aposentos van y vienen ahora las
mujeres de don Rufo; ahora que don Rufo duerme un sueño al cual ellas no logran
imaginar sino estremecido de convulsos tics. Diez días hace que les falta su
hombre, el hombre violento que colmaba sus existencias y las mantenía encendidas
como lámparas en torno de su capricho. En el revoltijo de las habitaciones,
donde las sillas de montar yacen sobre las mesas, entre cacharros y ropas,
donde las quebradas escudillas se alían con las armas sucias, sólo se escucha
el rumor de felpa de sus pies descalzos. El desasosiego de la primavera
inquieta su sangre. Se comunican a media voz, con monosílabos. La trenza áspera
de la mestiza prolonga sobre sus hombros una caricia pringosa. La gallega
perdió el buen humor. A veces abandona el recato y sus gritos llenan la casa de
la cual se cree señora. Zarandea los muebles al pasar, porque sí. Ayer descolgó
el retrato del abuelo de don Rufo y lo rasgó con las uñas. Siempre la irritó
ese caballero de casaca celeste, de chupa rosa, de peluca, que se hizo pintar
con un jazmín en la mano y que la observaba, desdeñoso y distante, desde la
altura del lienzo torcido, como un gran señor náufrago a quien rodeara el
desconcierto de los bultos esparcidos al azar.
Cuatro días más transcurren. El calor se
acentúa. Del lado del sur, las nubes anuncian tormenta. Desesperadamente piden
lluvia los brotes que agonizan en los tinajones del patio. La gallega y la
mestiza forzaron el arca donde el amo guardaba vino.
A Luis no le han visto casi desde la muerte
de don Rufo. Le tuvieron olvidado al comienzo, pero ahora las dos piensan en
él. De tarde, el muchacho se tumba en la huerta, a la sombra de un aguaribay.
Después se encierra en su habitación. Piensan en él y con la imaginación le
hermosean; le peinan el disparate del pelo castaño volcado sobre los ojos; le
alisan la piel morena; le abultan el pecho hundido y las piernas frágiles que
el estirón de la adolescencia afila de aristas bajo las medias agujereadas.
La
existencia de Luis no conoció otro acompañamiento. Por la noche, a través del
tabique que le separaba de la alcoba paterna, oía las palabras rotas, las risas
obscenas, el jadeo de las respiraciones, y se cubría la cara, temblando. Le
asustaba el torrente de amor que hervía allí cerca. Le asustaba y le atraía, como
si él fuera un arbolillo empinado en la orilla árida, reseca, junto a la cual
pasaba con largo bramido el caudal demente. Ahora tiembla también. No quiere
aproximarse a las mujeres. Seguramente le odiarán. Algo estarán tramando contra
él. Antes, en tiempos de su padre, no le ahorraron vejación, haciéndole sentir
su nimiedad, su torpeza, su blandura, frente a la bizarría de don Rufo.
Ahora... ¿no querrán torturarle y matarle para deshacerse del único testigo y
repartirse los magros bienes del caballero? Las ha entrevisto, echadas de
bruces sobre una mesa donde se apila la vajilla de plata. Deberá fugarse de
allí, o correrá el riesgo de que le ahoguen, de que le apuñalen...
Pero a veces, en la soledad de su cuarto,
Luis cavila en lo estupendo que sería tener a una de esas mujeres junto a él,
sumisa, y la sangre del progenitor bulle en sus venas. ¡Ay! Cuando se tapaba
los oídos para sofocar el amoroso rumor de la habitación vecina, la tentación
era más poderosa que el miedo... A menudo pegaba los labios al tabique, como si
al través pudiera sorber un soplo del vaho caliente que allí dentro giraba en
rojos remolinos. Si una de esas mujeres quisiera... si viniera a calmarle...
Pero no, la idea encabrita y espolea su timidez. Desea y no desea... Desea...
¿de qué le sirve desear? Esas mujeres le odian. Le asesinarán por unas bandejas
de plata con el escudo de su bisabuelo, por un candelabro, por un peine con
mango de turquesas y corales...
La risa de la gallega se alza en el patio
como un surtidor. No ha reído así desde el entierro de don Rufo. Luis se
incorpora en la cama donde le amodorraba la siesta. ¿De qué reirá? El corazón
le da un vuelco. ¿Será que en verdad han resuelto matarle... matarle ahora?
Arrima el lecho a la puerta, para cerrar el paso, y escucha, angustiado, los
gritos de la mujer borracha. La mestiza canturrea con su voz gorgoteante. ¿Qué
pasa allí?
Y sin embargo, sería tan fácil... ¿Sería
fácil, en realidad? ¿Fácil, que una de ellas se apiadara de él, se le acercara,
le deslizara los dedos entre el cabello fino? ¿Fácil? ¿Para que después, si él
conseguía domar a su encabritado pudor, a su horrible vergüenza de sí mismo, de
su flacura de espantajo, de su infantil inhabilidad, rompiera a reír, a
mofarse? Oye la risa de la gallega y sus carcajadas se mezclan con las de la
otra mujer, la mujer que está imaginando, y también con la risa del padre
muerto, el padre brutal, ferozmente viril.
Le matarán. Eso sí. Eso es más sencillo. Es
más sencillo pensar que le matarán y no que acudirán a consolarlo con la
misteriosa juventud de sus cuerpos.
Los gritos de las dos mujeres resuenan a lo
largo de la casa vacía que la siesta oprime. Un gallo lanza en medio su
clarinada victoriosa.
Y Luis, de pie sobre la cama apoyada contra
la puerta, se da cuenta de que vienen hacia él. Hacia él, a robarle, a matarle.
Al padre no le pudieron matar, no le pudieron escarbar la carne con cuchillos.
Estaba esculpido en una roca impenetrable. Se fue intacto, tendido en la caja
el cadáver gigantesco. En cambio a él... ¿Acaso no sabe lo que la gallega hizo
con el antepasado del traje celeste? Juraría que el óleo sangró bajo los
crueles rasguños. Tiembla tanto que el lecho se sacude.
Ahora las mujeres forcejean en la puerta
sin cerrojo. La gallega exclama:
—¡Ábrenos, monito! ¡Abre, pequeño sol!
El pánico extravía al muchacho. Le arañarán
como al retrato del caballero del jazmín. Le arañarán con las uñas negras,
hasta enrojecer con su sangre la cobija revuelta, hasta arrancarle la vida.
—¡Ábrenos, Luis!
Los puñetazos de las ebrias retumban en los
tablones y levantan nubes de polvo. Aterrorizado, Luis recoge del suelo la
correa de su padre que había hallado bajo el aguaribay, y azota con ella los
maderos:
—¡Idos! ¡Por favor, dejadme solo!
—¡Déjanos entrar, rey mío!
Pronto habrán vencido su resistencia. La
puerta cede y por el intersticio asoma, como un animalito rosado y gordezuelo,
un animalito de cinco patas cortas, la mano de la gallega, tanteando, hurgando
el aire.
Luis da un salto atrás. No le martirizarán.
No podrán martirizarle. Agilísimo, encarámase en un escabel, enlaza con la tira
de cuero una viga y hace en su extremidad un nudo corredizo.
La furia de las mujeres arrastra por fin el
alboroto del lecho. Pero en seguida retroceden por la galería, dando chillidos.
Han visto al títere de ojos de sapo que bailaba en mitad del aposento, como él
vio, antes de que cesaran el terrible latir de sus sienes y la opresión del
puño de hierro que le aprieta la garganta, a las dos hembras que venían a
ofrecérsele, desnudas.
Fuente: Misteriosa
Buenos Aires, Ed. Seix Barral