Cuento de Luis Pescetti
—Estamos aquí reunidos para celebrar la… nuestro…
—“Cuarto” (susurró el vicepresidente).
—Sí, nuestro cuarto, eso, eh, nuestro cuarto… eh…
En la sala se sintió un silencio incómodo.
—Nuestro cuarto… cómo se llama… (volteó hacia el vicepresidente, pero él tampoco sabía, levantó la mirada hacia el salón repleto de asistentes). Nuestro ¿cuarto?
Sobre la mitad de la sala, un muchacho levantó tímidamente la mano, señaló la tapa de la carpeta que les habían dado:
—¿“Encuentro anual”?
—¡Eso! (aprobó el orador aliviado y la sala estalló en un aplauso) ¡Muchas gracias por su valiosa aportación!
—No, bueno es que estaba escrito acá… (señaló el joven) en la… la…
—¡Carpeta! (ayudó otro, la sala se distendió con una risa cómplice).
—Mejor leo lo que preparé, para no hacerles perder tiempo (el presidente buscó en su portafolio). No, acá no está.
—¡Fíjese en los bolsillos! (gritaron desde el fondo).
—Sí, claro (hurgó), ¡Uy, unas llaves que busqué la semana pasada! No, en éste no.
—¿No serán estos papeles? (preguntó el vicepresidente).
—¿A ver? ¡Sí! Ya los tenía encima de la mesa (aplausos en la sala. Miró la hoja que decía: “Por cualquier cosa: empezar acá”). Bien: El objetivo de este Cuarto Encuentro Nacional de Amnésicos es compartir nuestras experiencias cotidianas para ayudarnos a superar los escollos en los que tropezamos día a día. Lo declaro inaugurado, comencemos ya mismo con las primeras ponencias.
Otro aplauso recorrió la sala. Se fue acallando sin que nadie subiera al estrado. El vicepresidente tomó el micrófono:
—Adelante el primer orador, por favor.
—… (silencio).
—Podemos pasar a un breve receso, pero acabamos de empezar y sería mejor que el invitado para la primera conferencia pasara.
—… (murmullo incómodo). ¿Y quién era? (preguntó uno).
—¿”Quién era” qué? (el vicepresidente).
—Ése.
—¿Cuál “ése”?
—Que usted decía recién.
—¿”Yo” decía?
—¿No nombró a alguien, usted?
—¡Si ni hablé!
Se incorporó otro participante:
—Sí, habló… e invitaba a una persona a que fuera con ustedes.
—¿Y para qué?
—Ah, no, eso ya no sé (el señor se sentó nuevamente).
—¿Quiere pasar alguien con nosotros?
—¿A qué?
—¡No lo sabemos! (contestó el vicepresidente desencajado) ¡Si supiéramos no lo estaríamos llamando!
Un murmullo tenso recorrió la sala. El Presidente intentó salvar la situación.
—No nos pongamos nerviosos, caballeros. El vicepresidente sugirió que pase alguno de ustedes y, si alguien tiene voluntad de hacerlo, pasa un minuto y ya. ¿Alguien quiere?
Silencio incómodo de los participantes que evitaban ser escogidos. Uno alzó la mano y se incorporó.
—Yo voy, pero aclaro que no sé bien a qué (se adelantó en medio de un aplauso).
Llegó hasta el escenario, se paró frente a todos, miró a los miembros de la mesa como preguntándoles “¿Y ahora?”. El presidente le señaló el público. Se volteó, miró hacia el salón, dudó un instante y luego se inclinó en un saludo. La sala rompió en otro aplauso, él agradeció y bajó del estrado con la intención de regresar a su lugar; pero titubeó. El presidente interpretó la situación y preguntó en el micrófono:
—¿Alguien ve una silla desocupada cerca suyo?
Tres personas levantaron la mano, señalando hacia un hueco entre ellos, y el participante regresó a su asiento. Se aplacó la excitación de ese momento y regresó la inquietud de saber qué seguiría después. Silencio. El Presidente retomó la palabra:
—¿Quién más quiere pasar?
Uno levantó la mano, pasó al estrado, lo aplaudieron. Divertido por esa aceptación saludó alzando ambos brazos, como si sacara músculos, la sala se rió, él saludó y regresó al lugar. Pasó otro sin que el Presidente se viera en la necesidad de solicitarlo. Hubo aplausos y el participante directamente hizo el gesto de mostrar sus músculos. Risas, aplausos. Luego pasaron otro y otro. Cada uno dobló sus brazos, sacó pecho y adoptó posturas de fisicoculturista. Subió otro participante y preguntó:
—Yo traía una ponencia escrita, ¿quieren que la lea o…?
—¡No! ¡Mús-cu-los! ¡Mús-cu-los!
Respondió la audiencia y comenzaron a batir palmas al unísono. Este participante tenía una prominente barriga y arrancó a bailar en broma, al ritmo de las palmas. Arrojó sus apuntes al aire, buscó a los integrantes de la mesa, armó un trencito que hizo estallar de alegría a la sala. Bajaron del estrado e invitaron a la sala a sumarse al tren. Formaron una hilera enorme. Salieron del salón y del edificio. Ganaron la calle. Como era época de elecciones la policía no se atrevió a dispersarlos. Los escoltaron pensando que querían dirigirse a la plaza frente a la Casa de Gobierno. Ellos, a su vez, entendieron que los guiaban y se dejaron llevar. Se agolparon debajo del balcón principal. El Presidente de la República estaba con representantes de la prensa extranjera y salió al balcón, invitando a los fotógrafos a que lo siguieran. Saludó con las manos, pero enseguida advirtió que varios de los manifestantes hacían gestos como de sacar músculos. Interpretó que era una manera de pedirle que debía ser fuerte. Sin dudarlo respondió con el mismo gesto, y pensó para sí que era verdad, el propio pueblo le pedía que fuera fuerte. La gente rompió en aplausos y se unificaron en ese gesto de sacar músculos. Los fotógrafos no perdieron esa oportunidad. El Presidente de la República , atento a los flashes, redobló su postura de fuerza, con los brazos doblados y el ceño serio y tenso.
Esa imagen dio la vuelta al mundo. En los principales periódicos de Europa fue foto de tapa, así quedó la impresión de que éramos un país de bárbaros, de monos prontos a caer en un período de violencia. Bajó el turismo, decayó la inversión extranjera y aumentaron las tasas de interés para la deuda externa. Pero ya nadie recuerda eso.
Fuente: Luis Pescetti, Nadie te creería