Cuento policial de Henry Slesar
El automóvil que estacionó frente a la oficina de bienes raíces de Aaron Hacker tenía patente de Nueva York, pero Aaron no necesitaba ver aquel rectángulo amarillo para saber que su propietario era recién llegado a las sombreadas calles de Ivy Corners. Se trataba de un convertible rojo, y no había nada parecido en toda la ciudad.
Un hombre bajó del auto.
—Sally —dijo Hacker a la aburrida joven que
ocupaba el otro escritorio de la inmobiliaria. Ella tenía un libro barato
apoyado contra la máquina de escribir, y masticaba algo perezosamente.
—¿Sí, señor Hacker?
—Parece que tenemos un cliente. ¿Crees que
debemos aparentar mucho trabajo? —preguntó suavemente.
—Seguro, señor Hacker —respondió ella sonriendo,
y apartó el libro para colocar una hoja de papel en blanco en la máquina—. ¿Qué
le parece que copie?
—¡Cualquier cosa; cualquier cosa! —contestó
él, ceñudo.
El individuo parecía realmente un cliente;
avanzaba directamente hacia la puerta de vidrio, y tenía un periódico doblado
debajo de su brazo derecho. Aaron lo describió posteriormente como un hombre de
complexión robusta, pero en realidad era gordo. Vestía un traje liviano, de
colores apagados, y la transpiración había marcado grandes círculos húmedos
alrededor de sus axilas. Debía de andar alrededor de los cincuenta, pero
conservaba todo su cabello, aún negro y rizado. La piel de su rostro estaba
enrojecida y acalorada, pero sus ojos entrecerrados permanecían alertas y fríos
como el hielo.
Atravesó rápidamente la puerta de vidrio,
echó una mirada fugaz en dirección del sonido de la máquina de escribir, y
luego saludó a Aaron con una inclinación de cabeza.
—¿El señor Hacker?
—Efectivamente —sonrió Aaron—. ¿Qué puedo
hacer por usted?
El gordo agitó el periódico, y explicó:
—Encontré su dirección en la sección de
propiedades del diario.
—Sí. Suelo poner un aviso por semana.
También lo hago en el Times, cada tanto. Hay mucha gente de la ciudad interesada
en vivir en un pueblo pequeño como el nuestro, ¿señor...?
—Waterbury —contestó el hombre, sacando un
pañuelo blanco de su bolsillo para secarse el rostro—. Hace calor hoy.
—Bastante más que lo usual —informó Aaron—.
Esta ciudad no suele ser tan calurosa. La temperatura media oscila alrededor de
los veintiséis grados en verano. Estamos muy cerca del lago... ¿no es verdad,
Sally?
La muchacha estaba demasiado absorta en su
tarea como para oírlo, así que continuó:
—¿Quiere tomar asiento, señor Waterbury?
—Gracias —aceptó el recién llegado,
ubicándose en la silla ofrecida con un suspiro de alivio—, he estado conduciendo
toda la mañana. Pensé que era conveniente echar una mirada a los alrededores
antes de venir por aquí. Es una hermosa ciudad, aunque sea pequeña.
—Sí; a nosotros nos agrada. ¿Un cigarro?
—ofreció Hacker, abriendo una caja sobre su escritorio.
—No, gracias; en realidad no dispongo de
demasiado tiempo, señor Hacker. Supongo que podemos ir directamente al grano,
¿verdad?
—Eso me gusta, señor Waterbury. —Miró en
dirección al repiqueteo de la máquina y gritó: —¡Sally!
—¿Sí, señor?
—¡Termina con ese maldito escándalo!
—Sí, señor Hacker —contestó la muchacha,
retirando las manos del teclado, y contemplando fijamente al incomprensible
revoltijo de letras en el papel.
—Ahora bien —continuó Aaron—, ¿hay alguna
propiedad que le interese en particular, señor Waterbury?
—En realidad, sí. Hay una casa en los
límites de la ciudad, justo enfrente de un edificio viejo. No sé muy bien de
qué edificio se trata... está deshabitado.
—Era una fábrica de hielo —explicó Aaron—.
¿Usted se refiere a una casa con pilares?
—Exacto. Ese es el lugar. ¿Está en venta?
Creo que vi el cartel, pero no estoy muy seguro.
Aaron sacudió negativamente la cabeza, y
sonrió dubitativamente:
—Efectivamente, está en venta —hojeó
rápidamente una carpeta, y señaló una hoja mecanografiada— pero no creo que
siga interesado mucho tiempo.
—¿Por qué no?
—Véalo usted mismo —contestó Aaron,
ofreciéndole la carpeta para que el cliente la pudiera leer.
COLONIAL AUTÉNTICA. Ocho habitaciones; dos
baños; calefacción central automática; gran recepción; jardín decorado, con
gran arboleda y arbustos. Cerca de centros comerciales y escuela. Total: 75.000
dólares.
—¿Aún sigue interesado?
El hombre se agitó incómodo.
—¿Por qué no? ¿Hay algo raro en la casa?
—Bueno... —Aaron se tocó la frente—, si a
usted realmente le gusta el pueblo, señor Waterbury... Quiero decir, si
verdaderamente desea establecerse aquí, tengo un montón de propiedades que le
resultarán más apropiadas que ésa.
—¡Espere un momento! —El gordo parecía
indignado. —¿Qué es lo que pretende? Le estoy preguntando por esa casa colonial
en particular; ¿quiere o no quiere venderla?
—¿Si quiero? —rió Aaron—. Escúcheme; he
tenido esa casa en mis manos durante más de cinco años, y le aseguro que no
habría nada que me hiciera más feliz que venderla. Sólo que no creo que pueda
tener tanta suerte.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir simplemente que no creo que
vaya a comprármela. Eso es lo que quiero decir. Si la he mantenido en mis
listas de venta, ha sido por la pobre vieja, Sadie Grimes. De otra manera, no
hubiera desperdiciado el espacio ni el dinero de los avisos, créame.
—No lo comprendo.
—Entonces déjeme explicarle. —Tomó un
cigarro de la caja, pero sólo para hacerlo girar entre sus dedos. —La vieja señora
Grimes puso esa casa en venta hace más de cinco años, cuando murió su hijo, y
me comisionó a mí para venderla. Yo no quería el trabajo... no, señor, y se lo
dije. Esa vieja casa no vale la cantidad que ella pide. ¡Qué diablos! En
realidad no vale ni siquiera diez mil.
El hombre se atragantó.
—¿Diez? ¿Y ella pide setenta y cinco?
—Exactamente. Y no me pregunte por qué. La
casa es demasiado vieja; con eso no quiero decir que no sea sólida y bien
construida, pero cuando le digo vieja,
quiero decir exactamente eso. Por ejemplo, jamás ha sido fumigada contra las
termitas; algunas de las vigas empezarán a ablandarse en un par de años más. El
sótano está lleno de agua la mayor parte del tiempo. El piso superior está
inclinado hacia la derecha casi veinticinco centímetros. Y los jardines son un
desastre.
—¿Y entonces por qué la ha tasado tan alto?
Aaron se encogió de hombros.
—No me lo pregunte a mí. Nostalgia, tal
vez. La casa ha pertenecido a la familia desde la Independencia , o
algo parecido.
El gordo estudió el piso, y luego exclamó:
—¡Qué lástima! ¡Es una verdadera lástima!
—Luego levantó la vista hacia el vendedor, y sonrió tímidamente. —Y la verdad,
es que la casa me gustaba de veras. Era... No sé cómo explicarlo... la casa adecuada.
—Comprendo lo que quiere decir. Es una
vieja casona. Una buena compra por diez mil, pero ¿setenta y cinco mil? —Se
rió. —Sin embargo, creo que Sadie está empezando a razonar. No tiene demasiado
dinero, ¿sabe? A su hijo le iba verdaderamente bien en la ciudad, y la
mantenía, pero cuando él murió, decidió que lo más razonable era vender. Así y
todo parece que no puede resignarse a dejar la vieja casa. Por eso le fijó un
precio tan alto que nadie quisiera ni acercarse a verla. Así alivia un poco su
conciencia. —Sacudió tristemente su cabeza, y continuó: —¿Éste es un mundo
extraño, verdad?
—Así es —confirmó Waterbury, distraído.
Luego se puso de pie.
—Le diré qué haremos, señor Hacker. Suponga
que me dé una vuelta por allá, y vea a la señora Grimes. Y suponga que hablo
con ella, y consigo que baje el precio.
—No se haga ilusiones, señor Waterbury. Yo
mismo he tratado de hacerlo durante cinco años.
—Tal vez si lo intentara otra persona...
Aaron Hacker hizo un gesto de impotencia.
—Tiene razón; no se puede saber. Éste es un
mundo extraño, señor Waterbury. Si quiere tomarse el trabajo, me sentiré encantado
de darle una mano.
—Bien. Entonces iré ahora mismo...
—¡Perfecto! Solamente déjeme telefonear a
Sadie Grimes. Le diré que usted va en camino.
Waterbury condujo lentamente a lo largo de las
calles tranquilas y solitarias. Los árboles que bordeaban las avenidas proyectaban
pacíficas sombras sobre el parabrisas del convertible, mientras el motor
ronroneaba suavemente, sin interferir con los alegres gorjeos de los pájaros.
El forastero alcanzó la casa de Sadie
Grimes sin haberse cruzado con ningún otro vehículo en su camino, y estacionó
el coche junto al carcomido cerco de madera, que cubría el frente de la casa
como una hilera de desordenados centinelas.
El jardín era una jungla de arbustos silvestres.
Las columnas que emergían de la entrada principal estaban cubiertas de desprolijas
plantas trepadoras.
Había un llamador en forma de mano en un
costado de la puerta. Waterbury lo hizo sonar dos veces.
La mujer que atendió el llamado era baja y regordeta;
su cabello blanco era vagamente purpúreo en algunos sectores, y los rasgos de
su rostro culminaban en una barbilla pequeña pero decidida. A pesar del calor,
vestía un pesado vestido de lana.
—Usted será el señor Waterbury —dijo—.
Aaron Hacker me avisó que vendría.
—Así es —sonrió el hombre gordo—. ¿Cómo
está usted, señora Grimes?
—Tan bien como podría esperarse. ¿Quiere
pasar?
—Muchas gracias. Hace un calor terrible
aquí afuera.
—Bueno, entre entonces. Tengo algo de
limonada en la heladera. Sin embargo, debo prevenirle que no intente regatear
conmigo, señor Waterbury. No soy ese tipo de persona.
—Por supuesto que no —dijo el hombre
persuasivamente, siguiéndola al interior.
La casa era fría y oscura. Los postigos de
las ventanas eran opacos, y estaban firmemente cerrados. Waterbury siguió a la
mujer al interior de una recepción cuadrada, con un mobiliario pesado y barroco
distribuido sin imaginación a lo largo de las paredes. La única nota de color
en todo el cuarto la ponían los desvaídos tonos de la alfombra que cubría el
piso desnudo.
La anciana se dirigió hacia una silla, y se
sentó en ella, con sus arrugadas manos cruzadas firmemente sobre la falda.
—¿Y bien? —preguntó—. Si tiene algo que
decir, señor Waterbury, le sugiero que lo haga.
El hombre aclaró su garganta.
—Señora Grimes; acabo de hablar con su
agente de bienes raíces, y...
—Eso ya lo sé —interrumpió ella—. Aaron es
un tonto si lo dejó llegar hasta aquí con la intención de hacerme cambiar de
idea. Soy demasiado vieja para cambiar de modo de pensar, señor Waterbury.
—Este... bueno... no estoy muy seguro que
ésa fuera mi única intención, señora Grimes. También pensé que quizá pudiéramos...
conversar un momento.
Ella se reclinó en su asiento, y la
mecedora crujió.
—La conversación es gratis —accedió— así
que diga lo que desee.
—Verá... —enjugó nuevamente su rostro, y
guardó a medias el pañuelo en el bolsillo del saco— bueno, déjeme decirlo de
este modo, señora Grimes. Soy un hombre de negocios. Soltero. He trabajado
durante mucho tiempo, y he logrado ahorrar una cantidad de dinero bastante
importante. Ahora estoy a punto de jubilarme, y deseo establecerme en un lugar
tranquilo y pacífico como Ivy Corners. Tuve ocasión de pasar por aquí hace
algunos años, en un viaje a... este... Albany, y recuerdo haber pensado: “Tal
vez algún día pueda venir a vivir a este lugar”.
—¿Y?
—Hoy, mientras estaba recorriendo el
pueblo, pasé por la puerta y vi esta casa y... me entusiasmé. Simplemente me
pareció... adecuada para mí.
—También a mí me gusta, señor Waterbury.
Ésa es la razón por la que pretendo un precio justo por ella.
—¿Un precio justo? —preguntó Waterbury,
parpadeando—. Tiene que admitir, señora Grimes, que en los tiempos que corren,
una casa como ésta no puede valer más de...
—¡Suficiente! —gritó la mujer—. Creo
haberle dicho, señor Waterbury, que no estoy dispuesta a pasarme todo el día
aquí sentada, discutiendo con usted. Si no está dispuesto a pagar el precio que
pido, será mejor que olvidemos el asunto.
—Pero, señora Grimes...
—¡Hasta
siempre, señor Waterbury! —La mujer se levantó como para indicar que la
conversación había terminado.
Pero él no la imitó.
—Espere un momento, señora Grimes —dijo—,
espere un momento. Sé que es una locura, pero... está bien. Pagaré lo que usted
pide.
La mujer lo miró durante un largo rato.
—¿Está seguro, señor Waterbury?
—Completamente. Tengo el dinero suficiente
para hacerlo, y si ésa es la única posibilidad de lograrlo, se hará como usted
quiere.
Ella sonrió ligeramente.
—Creo que la limonada está suficientemente
fría. Le traeré un poco... y luego le diré algunas cosas interesantes respecto
de esta casa.
Él estaba secando nuevamente su rostro
cuando ella regresó con la bandeja, y sorbió golosamente la helada bebida.
—Esta casa —comenzó la mujer, acomodándose
nuevamente en la mecedora— ha pertenecido a mi familia desde el año 1802,
aunque fue construida unos quince años antes de esa fecha. Todos los miembros
de la familia, excepto mi hijo Michael, han nacido en el dormitorio de arriba.
Yo fui la única “rebelde” —agregó con picardía—. Tenía ideas muy avanzadas
sobre los hospitales. —Sus ojos centelleaban. —Sé positivamente que ésta no es
la casa mas sólida de Ivy Corners. Después que traje a Michael del hospital,
hubo una inundación en el sótano, que jamás parece haberse secado del todo. Además,
Aaron no deja de decirme que la casa está llena de termitas, aunque yo jamás he
visto una. Y a pesar de todo, amo la vieja casona; comprende, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Waterbury.
—El padre de Michael murió cuando el niño
tenía nueve años. Ésas fueron épocas muy duras para nosotros. Yo hacía algunos
trabajos de costura. Mi padre me había dejado una pequeña renta anual, con la
que me mantengo actualmente. Por supuesto que no nado en la abundancia, pero me
las arreglo. Michael echó de menos a su padre, quizá más que yo misma. Así fue
como creció... Salvaje es la única
palabra que se me ocurre.
El hombre gordo meneó la cabeza, en señal
de simpatía.
—Michael dejó Ivy Corners cuando se graduó
en la universidad, para radicarse en la ciudad. Siempre en contra de mis deseos,
no se confunda. Pero él era como tantos otros jóvenes: lleno de ambiciones; de
ambiciones mal dirigidas. No sé muy bien a qué se dedicaba en la ciudad, pero
debe de haber tenido éxito, pues me enviaba dinero regularmente. —Sus ojos se
nublaron repentinamente. —No lo vi durante nueve años.
—Ah —suspiró tristemente Waterbury.
—Le aseguro que no fue nada fácil para mí.
Pero fue aun peor cuando Michael regresó a casa, porque cuando lo hizo, estaba
en problemas.
—Oh.
—Él no quiso que supiera la verdadera
gravedad de sus problemas, pero cuando se presentó, a medianoche, parecía mucho
más delgado y más viejo de lo que podría haberme imaginado. No traía equipaje
consigo; sólo una pequeña maleta negra. Y cuando traté de quitarla de su mano,
casi me golpea. ¡Golpearme a mí... a su
propia madre!
»Yo misma lo acosté, como si fuera
nuevamente un niño pequeño, y luego pude oírlo llorar con gran congoja durante
gran parte de la noche.
»Al día siguiente, al levantarse, me dijo
que tenía que abandonar la casa. “Sólo por unas pocas horas; tengo algo muy
importante que hacer”, dijo, pero no me explicó qué. Sin embargo, a la noche,
cuando regresó, me di cuenta de que el pequeño maletín había desaparecido.
Los
ojos del hombre gordo se agrandaron detrás del vaso de limonada.
—¿Y eso qué significaba? —preguntó.
—En ese momento no lo sabía, pero pronto lo
descubrí... Esa noche llegó un hombre a nuestra casa; ni siquiera sé cómo logró
entrar. La primera noticia que tuve de que estaba allí, fue cuando lo oí
discutir con Michael, en el cuarto. Me dirigí a la puerta, tratando de oír;
tratando de descubrir la clase de problema en que estaba metido mi hijo. Pero
sólo escuché gritos, y amenazas. Y luego...
La mujer hizo una pausa, y sus hombros se
agitaron convulsivamente.
—Luego escuché un disparo —continuó— un
disparo de pistola. Cuando logré entrar en la habitación la ventana estaba
abierta, y el extraño se había marchado. Michael... estaba en el piso... muerto.
La silla crujió débilmente.
—Eso fue hace cinco años —dijo—. Cinco
largos años. Pasó cierto tiempo antes de que comprendiera lo que había
sucedido. En realidad, fue la policía la que me contó la verdadera historia.
Michael y el desconocido habían estado involucrados en un delito; un delito muy
grave. Habían robado muchos miles de dólares. Michael se había apoderado del
dinero, y había huido con él, tratando de despojar a su cómplice de la parte
que le correspondía. Pero el otro hombre vino a buscarlo, intentando recuperar
el botín; y cuando descubrió que el dinero había desaparecido... ¡asesinó a mi
hijo!
La señora Grimes levantó la vista y
continuó:
—Fue entonces cuando puse en venta la casa,
a setenta y cinco mil dólares. Sabía que, algún día, el asesino de mi hijo volvería,
y querría comprar esta casa a cualquier precio. Todo lo que tenía que hacer era
esperar que un hombre quisiera pagar por ella muchísimo más de lo que vale.
Comenzó a hamacarse suavemente.
Waterbury apartó el vaso vacío y se pasó la
lengua por los labios. Sus ojos ya no podían enfocar el rostro de la anciana y
su cabeza oscilaba flojamente sobre sus hombros.
—¡Uf! —dijo con voz pastosa—. Esta limonada
sabe muy amarga.
Fuente: Henry
Slesar, de La crema del crimen 2, Ed.
Emecé.