Cuento de W. W. Jacobs
I
La noche era fría y húmeda, pero en la
pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía
vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales
sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que
provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la
chimenea.
—Oigan el viento —dijo el señor White;
había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
—Lo oigo —dijo éste moviendo
implacablemente la reina—. Jaque.
—No creo que venga esta noche —dijo el
padre con la mano sobre el tablero.
—Mate —contestó el hijo.
—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó
el señor White con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios,
este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay
sólo dos casas alquiladas, no les importa.
—No te aflijas, querido —dijo suavemente su
mujer—, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió
una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus
labios y disimuló un gesto de fastidio.
—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el
golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con
apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién
venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre
fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
—El sargento mayor Morris —dijo el señor
White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le
ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos
vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y
empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de
guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
—Hace veintiún años —dijo el señor White
sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho.
Mírenlo ahora.
—No parece haberle sentado tan mal —dijo la
señora White amablemente.
—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—.
Sólo para dar un vistazo.
—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento
moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la
cabeza.
—Me gustaría ver los viejos templos y
faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted
empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
—Nada —contestó el soldado apresuradamente—.
Nada que valga la pena oír.
—¿Una pata de mono? —preguntó la señora
White.
—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo
con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con
avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a
dejarla. El dueño de casa la llenó.
—A primera vista, es una patita momificada
que no tiene nada de particular —dijo el sargento mostrando algo que sacó del
bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El
hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó
el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo
el sargento mayor—. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna
la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este
poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros
sintieron que sus risas desentonaban.
—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó
Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
—Las he pedido —dijo, y su rostro curtido
palideció.
—¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó
la señora White.
—Se cumplieron —dijo el sargento.
—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.
—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos
primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión
de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo
silencio.
—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no
le sirve el talismán —dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
—Probablemente he tenido, alguna vez, la
idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias.
Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de
hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
—Y si a usted le concedieran tres deseos
más —dijo el señor White—, ¿los pediría?
—No sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el
pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el
sargento.
—Si usted no la quiere, Morris, démela.
—No quiero —respondió terminantemente—. La
tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea
razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su
nueva adquisición. Preguntó:
—¿Cómo se hace?
—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir
los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
—Parece de Las mil y una noches —dijo
la señora White. Se levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían
pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el
talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
—Si está resuelto a pedir algo —dijo
agarrando el brazo de White— pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la
pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el
talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de
la vida del sargento en la India.
—Si en el cuento de la pata de mono hay
tanta verdad como en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la
puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos
gran cosa.
—¿Le diste algo? —preguntó la señora
mirando atentamente a su marido.
—Una bagatela —contestó el señor White,
ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que
tirara el talismán.
—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—,
seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así
no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el
talismán y lo examinó con perplejidad.
—No se me ocurre nada para pedirle —dijo
con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que deseo.
—Si pagaras la hipoteca de la casa serías
feliz, ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—.
Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia
credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño
a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
—Quiero doscientas libras —pronunció el
señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus
palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
—Se movió —dijo, mirando con desagrado el
objeto, y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora.
—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo,
recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo
veré.
—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo
la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
—No importa. No ha sido nada. Pero me dio
un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos
hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El
señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un
silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a
acostarse.
—Se me ocurre que encontrarás el dinero en
una gran bolsa, en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—.
Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés
guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la
oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca,
tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su
vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata
de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el
desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto
había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata
de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
—Todos los viejos militares son iguales —dijo
la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede
creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras,
¿qué mal podrían hacerte?
—Pueden caer de arriba y lastimarte la
cabeza —dijo Herbert.
—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta
naturalidad que parecían coincidencias —dijo el padre.
—Bueno, no vayas a encontrarte con el
dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que
te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y
lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la
credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la
puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se
refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
—Me parece que Herbert tendrá tema para sus
bromas —dijo al sentarse.
—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a
pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
—Habrá sido en tu imaginación —dijo la
señora suavemente.
—Afirmo que se movió. Yo no estaba
sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los
misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar.
Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y
reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en
el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó
el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía
incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el
desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora
esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo
un rato en silencio.
—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo
por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo
a Herbert?
Su marido se interpuso.
—Espera, querida. No te adelantes a los
acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
—Lo siento... —empezó el otro.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la
madre.
El hombre asintió.
—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no
sufre.
—Gracias a Dios —dijo la señora White,
juntando las manos—. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro
que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en
la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que
parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo
silencio.
—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz
baja el visitante.
—Lo agarraron las máquinas —repitió el
señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana;
tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
—Era el único que nos quedaba —le dijo al
visitante—. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la
ventana.
—La compañía me ha encargado que le exprese
sus condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que
comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me
dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora
White estaba lívida.
—Se me ha comisionado para declararles que
Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el
otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten
una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y,
levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la
palabra: ¿cuánto?
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor
White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas
de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa
transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi
no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el
dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa
desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces
hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta
el cansancio.
Una semana después, el señor White,
despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la
ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas
a coger frío.
—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora
White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos
del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido
grito de su mujer lo despertó.
—La pata de mono —gritaba desatinadamente—,
la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
—La quiero. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó
asombrado—. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo,
y le dijo histéricamente:
—Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he
pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
—¿Pensaste en qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió en seguida—.
Sólo hemos pedido uno.
—¿No fue bastante?
—No —gritó ella triunfalmente—. Le
pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
—Dios mío, estás loca.
—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi
hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás
diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué
no hemos de pedir el segundo?
—Fue una coincidencia.
—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
—Hace diez días que está muerto y además,
no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado
horrible para que lo vieras...
—¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo
hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró
en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo
de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de
que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la
puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se
encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la
cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo
sobrenatural. Le tuvo miedo.
—¡Pídelo! —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
—Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White
siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla
mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se
movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su
mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi
apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso
del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática
y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del
reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó
coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó.
El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe
furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil,
sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la
puerta. Se oyó un tercer golpe.
—¿Qué es eso? —gritó la mujer.
—Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me
cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe
retumbó en toda la casa.
—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White
corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer,
luchando para que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a
dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo
el hombre, temblando.
—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—.
Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y
huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera.
Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la
mujer, anhelante:
—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el
piso, en busca de la pata de mono.
—Si pudiera encontrarla antes de que eso
entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la
casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la
tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y,
frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los
ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un
viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su
mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino
estaba desierto y tranquilo.
William Wymark Jacobs, Antología de la literatura fantástica, Ed. Sudamericana