Cuento de Inés Fernández Moreno
La chica se pasa la valija de
una mano a la otra.
—¿Falta mucho, mamá?
—Dentro de media hora llegamos.
¿Querés ir un rato a la plaza?
La chica hace que no con la
cabeza.
—Quiero ir a tomar la leche.
—Sabés que todavía no podemos.
—Sí, pero igual —dice.
—Dame la valija —pide la madre.
La chica hace otra vez que no
con la cabeza concienzudamente.
Le gusta llevarla, aunque sea
pesada y cada tanto la tenga que pasar de una mano a la otra. Es su valija.
Todo lo que está allí adentro es de ella. La cartuchera, los dos manuales y los
cuatro cuadernos forrados con papel araña azul y verde. Forrados como le gusta
a ella, piensa con orgullo, porque su madre lo hace apurada, marcando con una
uña los dobleces —todo lo hace apurada, su madre—. Ella, en cambio, lo hace con
regla, cuida que todos los rebordes tengan el mismo ancho y en las esquinas, lo
más difícil, corta el papel sobrante con tijera. Recién cuando el forro está
tan tirante que casi no se diferencia del libro, le pega la etiqueta con su
nombre.
La madre se detiene a mirar una
vidriera y ella apoya la valija en el suelo entre las piernas. Nada en el mundo
es tan de ella como lo que lleva allí dentro. Si pudiera, llevaría también su
ropa, al menos su ropa preferida, la falda tableada a cuadros, la blusa con
botones de perla...
Piensa en su cartuchera de cuero
y se sopla el flequillo —cada vez que está nerviosa se sopla el flequillo—.
Puede sentir el olor que sale de allí, ver el sacapuntas, la escuadra de color
rosa, la lapicera fuente, el osito de peluche en miniatura que le regaló su
abuela Irene y el tesoro de los tesoros: la fresa que sacó de uno de los
cajones de Norberto y que le ha mostrado en secreto a Laura, su compañera de
banco. Sí, afirmó Alicia: eso decía en la cajita: “fresa-diamante”. También
sabe, porque se lo dijo la maestra, que “fresa” es como llaman los españoles a
las frutillas. Y pensándolo bien, se parecen. Esa piedra áspera tiene granitos
como una frutilla. Si él se enterara, la mata. Su madre y él siempre discuten
porque ella tocó esto o aquello. Cuando se mudaron, fue lo primero que él dijo:
Cuando yo no estoy, nadie entra al consultorio y nadie contesta al teléfono,
¿está claro? Na-die, había repetido separando la palabra en sílabas y mirando
alternativamente a su madre y a ella.
La primera vez, cuando la
encontró sacando gazas de un tambor metálico, Norberto la sacudió fuerte de un
brazo, como si con eso ella fuera a soltar, además de las gazas, la confesión
de todas las otras cosas que había tocado. Después, a la noche, oyó cómo la
madre la defendía. Qué querés, la chica no tiene un cuarto, no tiene dónde jugar.
No tiene dónde jugar, se había
burlado él, llevala a la plaza, o si no, se acabó.
Pero ese sillón giratorio que sube
y baja pisando un pedal, esa bandeja móvil llena de herramientas, el aspirador
de saliva, la canillita con su vaso plástico, el torno amenazante con su cable
enrollado... En la plaza no hay nada que se le compare. Sin embargo, lo que en
Alicia produce la mayor fascinación es el armario con sus cajones alargados y
chatos donde se ordenan de mayor a menor las fresas, las pinzas, las espátulas,
las cajitas de cemento de distintos colores que Norberto mezcla en unos
recipientes minúsculos como las tazas de té de un juego para muñecas. A veces,
cuando está simpático con ella, la asusta con la dentadura que tiene sobre el
armario. Le dice que es de un muerto. Pero ella sabe que no, su madre le ha explicado
que son de porcelana, una imitación.
—¿Y si vamos al cine, mamá?
—Hoy no —dice la madre.
Cada tanto, en lugar de dar
vueltas por el barrio o de sentarse en la plaza, van al cine y ella toma la
merienda en la oscuridad. Eso es extraordinario, pero no sucede muchas veces.
—Además, seguís castigada
—agrega la madre.
Pese a que le ha prometido no
volver a tocar nada besándose los dedos en cruz sobre la boca, no lo puede
cumplir, es irresistible. La última vez, cuando la descubrió frente al espejo
del baño metiéndose el espejito en la boca, Norberto le pegó un cachetazo. La
próxima vez va a ser peor, le advirtió. Pero Alicia no se arrepiente: nunca en
su vida se había visto las muelas de esa manera, el paladar, la campanilla. Esa
noche casi no pudo dormir pensando en todos los recovecos del cuerpo que tiene
adentro y no puede ver.
La madre ha entrado en una
zapatería y se ha probado un par de sandalias plateadas. Cuando camina frente
al espejo, con esos tacos tan altos, se le marcan los músculos de las piernas,
como si fuera una bailarina clásica. Después han entrado a un almacén a comprar
café y a una mercería donde su madre le compró una hebilla. A cada entrada,
Alicia resopla.
Hace seis meses que están en la
nueva casa, desde que empezaron las clases. Este año, al menos, lo vas a
terminar en el mismo colegio, dijo su madre. Hace seis meses entonces que sale
a las cuatro de la tarde y que su madre la busca y esperan hasta las cinco
antes de volver a casa. Una hora por día. Si terminara de saberse bien la regla
del tres, Alicia podría calcular cuántas horas han estado dando vueltas por el
barrio en los últimos seis meses. ¿Más de cien horas? Cuando al fin llegaban, a
su madre se le acababa de golpe toda la paciencia. Alicia la veía ir y venir
con una rapidez y un ímpetu desproporcionados para aquel departamento tan pequeño.
Le preparaba la leche en la cocina y mientras ella la tomaba, le arreglaba su
cuarto en la salita de espera. Le hacía la cama en el diván duro de cuero,
ponía sus dos muñecas encima y sus libros de cuentos sobre las revistas
manoseadas de la mesita baja. A ella le hubiera gustado tener cortinas con
flores y en la pared un afiche de Bambi, como el que tenía Laura en su cuarto.
Pero tenía uno que decía “Fluordent”, con una muela enorme como una montaña recorrida
por líneas azules y rojas. Tampoco había ventana en su cuarto, sólo una puerta
con vidrios esmerilados que daba al consultorio. Su madre hacía lo mismo con el
cuartito chico —el escritorio lo llamaban ellos— donde dormía con Norberto, en
un diván que se transformaba en cama doble, igual de duro que el de la sala de
espera. La madre entraba al baño y lo limpiaba, después volvía a la cocina y al
lavaderito, y otra vez al escritorio donde doblaba y ordenaba la ropa. En eso
no había problemas, porque la ropa de ellas era muy poca y entraba en algunas
de las cajas donde venían los vasitos de plástico, las servilletas y las
bandejas descartables. En el armario se guardaban sólo las batas de Norberto,
unas batas verde clarito, que a ella, no sabía bien por qué, le daban un poco
de asco. El problema era con la comida. Había una heladera que parecía un cajón
de fruta y dos hornallas donde se podía cocinar muy poco. Norberto no quería
que el consultorio se llenara de olores de repollo, por ejemplo, o de papas
fritas. Así que, por lo general, él traía la comida hecha del restaurante de la
esquina. Por suerte tenían los fines de semana y algunas noches de libertad que
era cuando Norberto se iba a visitar a su familia, en Ituzaingó.
—Pobre Norberto —dice a veces la
madre—, tiene que viajar demasiado.
También los oye discutir,
Alicia, por lo de Ituzaingó. Su madre no quiere que vaya tanto. Que Elena esto,
que Rosita aquello, dice él. No me hables más de Elena, dice ella, ni de
Rosita. Me aburre, siempre lo mismo. Después hay un silencio largo, algunos susurros
y Alicia ya no puede oír de qué hablan.
—¿Y por qué nosotros no vamos
también a Ituzaingó y listo? —había preguntado ella.
—Es lejos —decía la madre—. Y
además no hay chicos para vos, es toda gente grande.
—¿Quiénes son Elena y Rosita?
—Tías —decía la madre.
Alicia suspira. “Tía” le parece
una palabra mágica como abracadabra. Ella sólo tiene una abuela vieja a la que
le tiemblan las manos. En cambio Laura tiene dos tías que la llevan al
Zoológico, le hacen regalos, le cuentan secretos de familia. Alicia casi cambiaría
su fresa-diamante por una tía.
Cuando se quedaban solas, sí que
lo pasaban bien. El consultorio iba perdiendo minuto a minuto su aspecto
impecable. Se despertaban tarde y se quedaban hasta el mediodía en camisón,
escuchaban la radio, hacían panqueques de dulce de leche, ella desparramaba
todas las piezas de sus rompecabezas en el suelo, la madre colgaba toallas en
las manijas de las puertas, hablaba por teléfono con sus amigas, se ponía
ruleros, se pintaba las uñas y después se daba una larguísima ducha cantando
tangos a viva voz. Al final, cuando el agua según ella empezaba a ponerse fría,
cantaba esa canción que a Alicia le daba risa: Y no es que Pepe no apriete, sino que sabe apretar...
Apenas su madre hacía correr el
agua, Alicia podía entrar en puntas de pie al consultorio, encender la lámpara
de luz azul que la hacía ver estrellas de colores, abrir frascos y marearse con
esos olores misteriosos, meter sus muñecas en el autoclave como si fuera una
casita y abrir todos los cajones. Se reservaba para el final el de las fresas,
de dos pisos, como si fuera una caja de bombones. Cuando escuchaba Y no es que Pepe no apriete..., ponía
todo en orden y cerraba la puerta sin hacer ruido. Aunque cada vez se repetía
que no lo iba a volver a hacer, sabía que sí, que iba a volver a hacerlo, cada
fin de semana, y también sabía que una fresa era demasiado poco. Si sacara
otra, de la bandeja de abajo, ¿se daría cuenta Norberto?
El domingo a la noche, mientras
ella terminaba sus deberes, la madre limpiaba y ordenaba el departamento.
Parecía un cambio de decorado, como Alicia había visto en el teatro una vez que
fue con el colegio: desde arriba bajaban una cortina pintada con otro paisaje y
entonces los personajes ya no estaban en su casa sino en el bosque o en un barco
navegando por el mar.
—Estoy cansada, mamá, ¿ya
podemos ir?
—Falta. Vení, vamos a sentarnos
un rato en el banco.
Alicia se sienta y hunde la cara
entre las manos.
—¿No te vas a dormir, no? ¿Te
canto algo?
—El tango de los cinco hermanos.
—Ése te pone triste.
—Entonces la canción de Pepe.
La madre canta. Canta la letra y
le pone música con sonidos que inventa —chu
chu chu, mm mm mm, ay ay ay— y cosas así.
Después de un rato la madre mira
su reloj.
—Las cinco menos diez —dice—. Si
nos vamos caminando despacio por Ibarguren, llegamos a tiempo.
Por el camino ven a un chico que
camina con zancos y casi al mismo tiempo un gatito que maúlla bajo un árbol.
—¿Podemos llevarlo a casa, mamá?
—¿Al chico de los zancos o al
gatito?
La chica se ríe, su madre era
chistosa a veces.
Por fin llegan a su casa y
llaman el ascensor. El ascensor siempre tarda en venir.
Cuando se detiene en la planta
baja, al abrirse la puerta, ven salir a un hombre con un traje marrón clarito y
con cara de afligido.
—El último paciente —le susurra
la madre al oído.
Al entrar, Norberto casi no las
saluda, está con sus guantes de látex, inclinado sobre un molde de yeso.
Alicia toma un vaso de leche
tibia y no llega a comerse las vainillas. Está tan cansada que empieza a
dormirse sentada en el banco de la cocina.
Se despabila con el timbrazo
agudo del portero eléctrico.
Norberto aparece junto a ella y
se acerca extrañado a atender. ¿Quién podría ser a esa hora? Tal vez sea
equivocado, dice, mientras le hace gestos a su madre de mantenerse callada.
Su madre se para junto a él,
expectante. Alicia se sopla el flequillo.
—¿Pero qué hacés aquí? —exclama
Norberto con la voz chillona que pone cuando la reta.
Alicia ve que su madre se pone
pálida.
—No, no, nadie me avisó...
Claro, hiciste bien —dice—, qué barbaridad...
Norberto levanta la mano y le
hace a la madre un gesto rápido, como si girara una llave, que Alicia no
alcanza a entender.
—No, ningún problema, es sólo
que tengo una urgencia, pero me esperás y ya está. Bajo a abrirte...
En cuanto cuelga, le susurra a
su madre: Elena.
Después todo empieza a pasar muy
rápido. Norberto la mira, y la apunta con el dedo como si la culpara.
—Hoy te arreglamos la caries,
preparala —le dice a su madre, y sale con las llaves en la mano.
Su madre la empuja hacia el consultorio.
—Pero si no tengo nada...
—Obedeceme —la interrumpe su
madre, mientras la sienta en el sillón—. Y ni una palabra más —agrega con un
tono de voz que la deja clavada al asiento.
Después le pone el barbero con
los brochecitos metálicos y la aspiradora de saliva que la termina de enmudecer
con su gorgoteo. No entiende qué está pasando. Con un ramalazo de miedo piensa
en la fresa robada. Escucha a su madre corriendo por el departamento. Su
taconeo apurado, puertas que se abren y se cierran, el silbido mudo de la ropa
que se descuelga, el tintineo de algunos platos y vasos que se guardan y
después, agitada, a través de la puerta abierta del consultorio, la ve sentarse
con el tapado puesto sobre el diván de la salita de espera, poner a sus dos
muñecas sobre la falda y desde allí rogarle moviendo apenas los labios, después
te explico, Alicia, después...
Lo demás, con el sopor de la
anestesia, recién lo puede recordar más tarde, sobre el tren que las lleva a
Virreyes donde vive su abuela. Aquella mujer de cola de caballo y de cara
afilada que subió con Norberto. La manera de moverse por el departamento, como
si fuera la dueña, abriendo la puerta de la cocina, la del baño y la del
escritorio. Sus gestos de impaciencia desde la puerta del consultorio y Norberto
que le clava una aguja con anestesia y le dice terminamos prontito, y después
tu mamá y vos se pueden ir, ¿eh? Entonces un embotamiento empieza a subirle por
la cara hasta la frente, se siente tan mareada que el sonido discordante del
torno repercutiendo en su cabeza, la cara desencajada de la madre, la mujer que
está ahora parada junto a ella con los brazos cruzados, le parecen formar parte
de un sueño. Hasta que al fin Norberto le hace tomar agua del vasito y escupir
y secarse con el babero. Me la trae en unos días señora, dice, y su madre hace
que sí con la cabeza y le da la mano, hasta la próxima doctor, y saluda también
a la mujer que sigue allí de brazos cruzaos esperando que ellas se vayan, así
que se meten rápido en el ascensor con las muñecas y la valija y llegan en
silencio hasta la calle donde todavía hay luz y ha empezado a caer una llovizna
tenue. Después el taxi y la estación. ¿Todo eso porque ella robó una fresa?
Protegida por el traqueteo del
tren y la mano de su madre en la suya, Alicia quiere hablarle, decirle, jurarle
que la fresa-diamante, que ella nunca más, pero no puede, tiene la cara
hinchada e insensible, y las palabras se le resisten en una boca que todavía no
siente suya. Mira en cambio la valija que está sobre su falda y la aprieta
fuerte pensando que, una vez más, su madre la va a cambiar de colegio.