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El anillo encantado - María Teresa Andruetto

Cuento de María Teresa Andruetto

Ifigenia tenía el cabello rubio como el trigo y unos ojos más azules que el lago de Constanza.
Caminaba descalza a la orilla del agua.
Era pálida y leve.
Parecía hecha de aire.
El emperador Carlomagno la vio y se enamoró de ella.
Él era ya un hombre viejo y ella, apenas una muchacha. Pero el Emperador se enamoró perdidamente y olvidó pronto sus deberes de soberano.
Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque nada interesaba ya a Carlomagno.
Ni dinero.
Ni caza.
Ni guerra.
Ni batallas.
Sólo la muchacha.

A pesar del amor, Ifigenia murió una tarde de abril llena de pájaros. Los nobles de la corte respiraron aliviados.
Por fin el Emperador se ocuparía de su hacienda, de su guerra y de sus batallas.
Pero nada de eso ocurrió, porque el amor de Carlomagno no había muerto.
Hizo llevar a su habitación el cadáver embalsamado de la muchacha.
No quería separarse de él.
Asustado por esta macabra pasión, el Arzobispo del imperio sospechó un encantamiento y fue a revisar el cadáver.
Muerta, Ifigenia era tan hermosa como cuando caminaba descalza junto al lago de Constanza.
La revisó de pies a cabeza.
Bajo la lengua dura y helada, encontró un anillo con una piedra azul.
El azul de aquella piedra le trajo recuerdos del lago y del mar distante.

El Arzobispo sacó el anillo que estaba escondido bajo la lengua.
Ni bien lo tomó en sus manos, Carlomagno enterró el cadáver.
Y se enamoró del Arzobispo.
El Arzobispo, turbado y sin saber qué hacer, entregó el anillo a su asistente.
Ni bien el asistente lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al Arzobispo.
Y se enamoró del asistente.
El asistente, aturdido por esta situación embarazosa, entregó el anillo al primer hombre que pasaba.
Ni bien el hombre lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al asistente.
Y se enamoró del hombre.
El hombre, asustado por este amor extraño, empezó a correr con el anillo en la mano, y el Emperador tras él.
Hasta que se cruzó una gitana y el hombre le entregó el anillo.
Ni bien la gitana lo tomó en sus manos, Carlomagno dejó de perseguir al hombre.
Y se enamoró de la gitana.
Pero a la gitana se le cayó el anillo al agua.
Ni bien el agua recibió el anillo en su lecho, Carlomagno abandonó a la gitana.
Y se enamoró del lago de Constanza junto al que Ifigenia caminaba descalza.

María Teresa Andruetto, Leer X leer, Editorial Universitaria de Buenos Aires

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