Cuento de Isidoro Blaisten
Banquo. —¿Va muy adelantada la noche, muchacho?
Fleance. —Se ha ocultado la luna, y no he oído el reloj.
William Shakespeare, Macbeth
Pecheny se despertó. Estaba apoyado contra el respaldo, tenía la nuca mojada y estaba llorando en la oscuridad. Era muy temprano en la esfera luminosa del despertador y algo, en algún lugar, muy cerca, estaba por pasar.
Lentamente, cuidadosamente, se corrió hasta el borde de la cama y buscó con el pie el talón aplastado de la alpargata. Marité dijo algo entre sueños. Pecheny dio vuelta la cabeza. Pero ya la respiración de Marité había vuelto a ser pausada y constante, como siguiendo el ritmo del despertador.
En el bolsillo del piyama, el bolsillo de arriba, Pecheny tenía el pañuelo. Lo sacó, se lo pasó por los ojos y lo volvió a guardar. Algo, muy cerca, estaba pasando.
Sin hacer ruido, Pecheny abrió el cajoncito de la mesa de luz, tanteó y fue sacando el sobre plegado de papel de arroz, la tabaquera y el encendedor. Puso todo en los bolsillos y en el fondo del cajoncito tocó el Longines. Lo guardó en el bolsillo de arriba, junto al pañuelo, y se levantó. Caminó con el brazo extendido y a tientas salió del dormitorio, rozando la cómoda, rozando la silla donde estaba colgado el palmbich. Una luz rayada se filtró a través de los postigos del comedor. Venía del farol de la hornacina de Etcheveste.
Pecheny caminó sobre el linóleum del pasillo, tocó el sillón plegadizo, el revistero, los flecos del banderín, la pared, el marco de la puerta de la cocina y encendió la luz. El resplandor sobre el mantel de hule le hizo entornar los ojos. El mantel era blanco, con patitos celestes, y la luz rebotaba en el hule blanco, en los azulejos blancos, en la mesada de mármol y en el enlozado limpio y blanco de la cocina a querosén. Había pasado, había sido muy cerca.
Pecheny corrió un taburete y se sentó. Fue dejando la tabaquera, el sobre del papel y el encendedor. Los fue dejando encima de los patitos, en fila. Sacó el Longines, lo abrió, miró la hora y lo volvió a guardar en el bolsillo. En ese momento había pasado.
Pecheny miró a través del vidrio de la puerta entreabierta. Se veía el fondo del jardín en la noche, la sombra indecisa de la parra. En ese momento había pasado y Pecheny se quedó mirando fijo los patitos del mantel. Eran celestes, con un ojo amarillo. El agua era ondulada y amarilla. Lotz tenía uno igual. Marité y Teresita Lotz habían comprado los dos manteles en la liquidación de "Blanco y Negro". Lotz se reía: "Mire, Pecheny, si por ahí se me equivoca en la cocina de casa. De ser por el mantel, ni se daría cuenta". Dentro de poco, a las seis y cuarenta y nueve, tendría que estar con Lotz. Tendría que estar vestido, listo para salir, controlando el Longines, listo para gritar, listo para llamar a Lotz gritando por encima de la medianera. La línea ondulada era del color del ojo y estaba imperceptiblemente cortada debajo de cada patito, y había acabado de pasar.
Pecheny volvió a sacar el Longines y lo dejó, abierto, sobre el mantel. La sombra de la tapa se proyectaba oblicua y oval. Pecheny fue siguiendo la aguja del segundero, cada golpe, cada detención, cada contracción, escuchando en cada número. Faltaban cuatro horas y media. La primera vez, en veintisiete años de ferrocarril, que estaba despierto a esa hora. Quizás en Conquistadores. Pero no. No era tan tarde. Lotz se tendría que acordar. Dentro de cuatro horas y media iba a estar con Lotz, los dos con el palmbich blanco, el panamá blanco, los zapatos beige y blanco.
Pecheny desató el cordón de la tabaquera. Ahora se podía ver el repujado, el caballo, la cabeza del caballo asomando entre la herradura de siete clavos, y sus iniciales, E. P. Regalo de Lotz. Lotz y Teresita Lotz se la habían regalado para su cumpleaños. Pecheny sacó una hoja del sobre, ahuecó el papel, un hueco acanalado. Después fue emparejando las hebras del tabaco. Lo enrolló. Después mojó la parte engomada. Al levantar la cabeza vio que detrás de la sombra de la parra la luna se movía. Cortó la tira de la parte engomada, la estrujó entre los dedos y la dejó sobre un patito. El ojo del patito miraba tercamente hacia adelante. Lotz se reía: "Pecheny, no se dice más yesquero. Diga encendedor. No diga yesquero que van a pensar que es un viejo". La llama, agrandada como una visión, flotó por un momento y desapareció detrás del vidrio, detrás de la noche, detrás de la parra, en el jardín. Había pasado.
Pecheny dio una pitada y se levantó. Encima de la radio, encima de la carpetita, estaba el cenicero. Lo llevó a la mesa y volvió a sentarse. Lotz tenía uno igual. Pero un poco más clarito. Regalo de Redman. Redman le había regalado uno a cada uno cuando fueron a encargar el pergamino para Osa. Lotz se reía: "Mire, Pecheny, qué le parece. Podemos tomar la sopa". "Es cabedor", les había dicho Redman. El cenicero era muy grande, de bakelita, marrón, con vetas blancas, con grandes letras blancas que daban toda la vuelta: Casa Redman. Concordia. Entre Ríos 719-721-723. Casa especial. En Marcos-Cuadros-Estampas-Pergaminos. Y modelos para pintura y dibujo. Importación directa de Europa. Flores artificiales.
Pecheny giró otra vez el cenicero, volvió a sacudir otra vez la ceniza, volvió a mirar lentamente el humo alargado que se iba por la banderola y aplastó el cigarrillo que ya comenzaba a abrirse. Después dio vueltas varias veces el sobre del papel, lo abrió, leyó todo lo que decía: Papel de fumar – 75 hojas. El Surubí – Marca registrada. Tírese suavemente de la hoja. Selecta SAIC – Goya. Corrientes. Papel engomado. Lotz se reía: "¿Cuándo piensa comprar los cigarrillos hechos, Pecheny? Ya ni los gringos de las colonias".
Pecheny miró. El Longines brillaba a la luz de la luna alta, redonda y remota. La esfera de porcelana parecía transparente y resaltaba el relieve de los números. Dentro de cuatro horas tendría que estar vestido, tendría que estar con Lotz, los dos vestidos, saliendo, haciéndole adiós con la mano a Marité, a Teresita Lotz desde la vereda de Etcheveste.
Pecheny miró. A través del vidrio de la puerta de la cocina, detrás del jardín, detrás del ligustro, en la vereda de enfrente, vio un casal de murciélagos revoloteando alrededor del farol. Tapaban la luz de a ratos, pero se podía leer perfectamente en la hornacina: Fábrica de mosaicos. La Concordiense. De Miguel Etcheveste e hijos. Casa fundada en 1916. Graníticos y baldosones. Mármol reconstituido. Pecheny se levantó. Una alpargata se le trabó entre las patas del taburete. Lotz se reía: "Cuándo se me va a comprar chinelas, Pecheny. Eso es de tape".
Pecheny fue hasta la mesada y encendió el Primus. Alejó la alcuza del alcohol y tiró el fósforo. Bombeó, esperó, llenó la pava hasta la mitad, sacó la yerbera de la alacena. Puso la bombilla en el mate y volvió a sentarse. Algo, como el amago del viento, le hizo llegar el olor de la estrella federal. Pecheny se quedó quieto hasta que el agua empezó a hacer ruido. Fue, apagó el Primus, cebó el primer mate y lo escupió en la pileta. Dejó abierta la canilla hasta que el agua borró los redondeles de yerba y el fósforo quemado. Sintió que iba a llorar. Llevó a la mesa la pava, el mate y el posaplatos de corcho y cebó lentamente.
Pecheny tomó otro mate y dejó la bombilla apoyada contra el pico de la pava. Tendrían que estar junto a la medianera, uno de cada lado, mirando el Longines, controlando el minutero, esperando que la aguja llegase al nueve para gritar. "Loootz", "Pechenyyyy". A veces Pecheny gritaba primero, a veces gritaba primero Lotz, y a veces gritaban los dos al mismo tiempo y entonces se reían a través de la medianera.
Pecheny sacó otra hoja del sobre. A través del vidrio de la puerta de la cocina se veían ya las rosas mosquetas, el cantero de los pensamientos, las clavelinas alrededor de la parra y las hojas de la parra que ahora empezaban a destellar en la oscuridad. Desde el veinticuatro que usaban el Longines. Desde el veintidós que estaban juntos en el Ferrocarril. En el veinticuatro los ascendieron a los dos. Míster Donovan los hizo llamar y él en persona les entregó el Longines. Cuando entraron al despacho, Míster Donovan tenía ya los dos Longines encima del escritorio. Los felicitó y los mandó en comisión especial. La primera inspección fue en Conquistadores; en Villaguay se sacaron la foto. En lo de Fermoset. Habían ido a sacarse la foto para el carnet del club Ferrocarril y a Lotz se le ocurrió la idea de sacarse la foto cómica en el aeroplano. Se sacaron con el rancho puesto y el Longines colgando de la cadenita, en el dedo, señalando a Fermoset. Hicieron dos copias. A la vuelta las enmarcaron en lo de Redman. Pecheny la tenía colgada encima del banderín. El banderín decía: Concurso de pesca libre. Club Ferrocarril. 1947. Concordia – Entre Ríos. Deportes náuticos. Lotz se reía: "Pecheny, ¿cuándo se va a comprar un reel? Parece Pancho Ramírez con la tacuara esa".
Pecheny dio una larga pitada y la braza titiló. En la hornacina la luz del farol de Etcheveste ya casi no se veía. Se veían ahora como dos luces juntas en la claridad. Pronto se despertaría Marité. Marité se iba a asustar al ver el resplandor en la cocina, al ver que Pecheny no estaba en la cama. Marité iba a aparecer en la puerta, anudándose el batón, mirándolo fijo, y Pecheny le iba a decir que ya había pasado, que no había podido dormir y que ya había pasado.
Pecheny apagó el cigarrillo. Cebó un mate. Estaba frío. Miró el Longines. Estaba amaneciendo. En Conquistadores fue. En veintisiete años de ferrocarril fue la vez que se acostaron más tarde. Estaban jugando al truco en el coche de inspección. El coche estaba en vía muerta. Vino el jefe de estación en el sulky, a invitarlos, un asado con cuero, en su casa, en el fondo. Bastián se llamaba. O no, o Bastián era el telegrafista. Lotz tendría que acordarse. Lotz se acordaba de todo. Lotz tenía una memoria privilegiada para los nombres. Y para los números. Se acordaba de los cumpleaños de todos. Fue el único de la oficina que se acordó de que Osa se jubilaba. Fueron juntos a lo de Redman. A encargar el pergamino.
Pecheny volvió a hacer girar el cenicero. En ese vagón recorrieron todo el ramal; de Conquistadores a La Calandria, de La Calandria a Federal, de Federal a Alcaraz, de Alcaraz a Diamante. En el veintiséis pasaron juntos a Mantenimiento; en el veintisiete los ascendieron a los dos juntos y los pasaron a Tráfico. En Villaguay, en el escritorio doble, estuvieron juntos hasta la revolución de Uriburu. En el treinta y uno se casaron. En el treinta y dos empezaron a pagar la casa en el Hogar Ferroviario. En el treinta y tres los mandaron juntos a Central, escritorio por medio. En Central los ascendieron tres veces, tres veces en diecisiete años, las tres veces un escritorio al lado de otro. Ahora se iba a duchar. Marité le iba a llevar la ropa al baño. Cuando les entregaron la casa plantaron la parra. Trajeron los sarmientos de lo de Pérsico. Parnell les hizo los tirantes y Lotz consiguió el aceite usado de auto en la Sacic. Se pasaron todo el domingo embadurnando la madera. Lotz se reía: "También, Pecheny, como no nos lleguen a crecer los parrales". Después iba a entrar a cambiarse al dormitorio. Él y Lotz se iban a poner la camisa blanca, el palmbich blanco, la corbata a pintitas, los zapatos beige y blancos, el cinturón de cocodrilo, las ligas sobre las mangas de la camisa, la cadena enganchada en el pasacinto, el Longines en el bolsillo chico del pantalón.
Pecheny cerró el Longines. Ahora, a las cinco y cincuenta, iban a sonar los dos despertadores. Primero se iban a levantar Marité y Teresita Lotz. Iban a ir a la cocina, a encender el Primus, las dos chancleteando con las chinelas, por el camino de linóleum. Lotz se reía: "Parecen dos patos criollos, Pecheny". Después iban a matear; después él y Lotz iban a estar con el Longines en la mano, esperando junto a la medianera, esperando que la aguja del minutero llegase al nueve, listos para gritar. Al gritar, al levantar la cabeza, se podía ver la estrella federal de la casa de Lotz que se entrecruzaba con la suya. Después los dos iban a ir caminando por la veredita, iban a rodear el cantero de las clavelinas, el cantero de los pensamientos, iban a abrir el portoncito, se iban a saludar: "¿Qué tal, Lotz?", "¿Qué tal, Pecheny?", iban a cruzar la calle, se iban a dar vuelta al llegar a la hornacina de Etcheveste, iban a esperar a Marité, a Teresita Lotz, que se iban a asomar por los dos portoncitos, las dos con el pañuelo de gasa encima de los ruleros, las dos con el batón con pintitas, con chinelas de marabú, saludándose primero: "¿Qué tal, Teresita?", "¿Qué tal, Marité?". Después Marité iba a gritar: "¿Qué tal, Lotz? Adiós, adiós"; Teresita Lotz iba a gritar: "¿Qué tal, Pecheny? Adiós, adiós". Y ellos iban a saludar con la mano, caminando para atrás hasta darse vuelta, iban a caminar hasta la carpintería de Parnell, iban a cruzar en lo de Pérsico, iban a cortar camino siguiendo el paredón de la Sacic y a las siete y cincuenta estarían en Central firmando el libro de asistencia.
Pecheny se levantó. Ya era de día. Corrió el taburete, apagó la luz y guardó el Longines. Entonces se oyó gritar a Teresita Lotz. Gritaba larga y desesperadamente, llamándolos. Gritaba desde el dormitorio y su grito se oía a través de la medianera. Sin apuro, Pecheny fue en busca de Marité. Al pasar por el camino de linóleum, a través de la ventana, vio la estrella federal.
De Carroza y reina, Ed. Emecé
0 comentarios:
Publicar un comentario