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El secador y la liga - Juan José Millás

Cuento de Juan José Millás

El adúltero compró para su mujer un secador del pelo y para su amante una liga roja, pero debido a una confusión inexplicable puso en el árbol de Navidad de cada una el regalo de la otra. La esposa, que hacía footing y jugaba al tenis creyó que la liga era una de esas cintas que usan los deportistas para recoger el sudor de la frente, y la estrenó ese mismo día por la tarde, cuando salió a correr. La amante, en cambio, acostumbrada a que le llevara instrumentos de uso venéreo adquiridos en los sex shops y en las ferreterías, tomó el secador por un nuevo artilugio para sus juegos amatorios, así que le ordenó desnudarse y, tras conectar el aparato a la corriente, dirigió el chorro de aire a las partes sensibles del adúltero, que gimió como si se excitara, aunque sus alaridos no fueran acompañados de las manifestaciones mecánicas habituales en la zona inguinal. Desanimada, cambió el aire caliente por el frío, y aunque él se retorció intentando componer un gesto de lascivia, ella advirtió que la cosa no funcionaba.
—No finjas —dijo—. Me revienta que trates de engañarme.
—No, si me gusta mucho, te lo juro. ¿Quieres que te lo haga yo a ti?
—Ni se te ocurra.
La tarde acabó mal, y el adúltero se vistió con tristeza y fue Serrano abajo observando con nostalgia los adornos navideños de las calles y los excesos luminosos de los escaparates. Recordaba el escándalo que le producía en sus primeros tiempos de casado el comportamiento sexual de algunos compañeros de trabajo. Él había caído en los mismos vicios que criticaba, pero ya empezaba a cansarse de aquella doble vida que en los últimos tiempos había dado lugar a otras confusiones, como el día en que llamó por el nombre de su amante a su mujer. Estaban en la cocina, preparando la cena para acostarse pronto, pues ella quería participar al día siguiente en una maratón, cuando el adúltero le dijo:
—Mira, Luz, esta patata tiene bichos.
—¿Pero por qué me llamas Luz?
—Porque eres la luz de mi vida, ¿no?
Ella sabía perfectamente que no era la luz de su vida, ni de su muerte, que no era ninguna luz, en fin, pero prefirió callarse para no perturbar la paz conyugal. También a su amante la llamaba a veces con el nombre de su mujer.
—Oye, tú, que no soy una esposa —le decía ella—: llevo luchando toda mi vida por no ser una esposa, ni siquiera la tuya.
Luego, cuando la relación clandestina se institucionalizó, el adúltero comenzó a dejarse en el cuarto de baño de la amante la crema para las hemorroides, creciendo su desorganización mental a medida que pasaban los años. Había días en que estaba esperando ver entrar a su mujer por la puerta con su chándal y sus zapatillas de deporte, cuando aparecía la amante, con el sombrero de alas y el body transparente que había devenido en un objeto costumbrista, incapaz de estimularle. Ahora, para excitarse, tenía que pensar en su mujer volviendo sudorosa de practicar el footing o el tenis. Fingía que hacía el amor con la amante, pero en su cabeza tenía a la esposa perversa. Toda esa confusión había culminado con el cambio de la liga y el secador. ¿Qué hacer?
Esa noche su mujer salió a correr con la liga roja en la cabeza y él se quedó solo en casa, presa de una agitación sexual incontrolable. Más tarde intentó abordarla en la cocina, y detrás de la puerta del dormitorio, pero ella sólo vivía ya para el deporte y se las arregló para esquivarle.
—Nunca follamos —dijo él en la cama.
—¿Y para qué quieres follar?
—No sé, por hacer algo.
—Pues haz flexiones, que bien que las necesitas.
El adúltero se levantó e hizo unas flexiones, pero algo dentro de él le decía que no era lo mismo que lo otro. Al día siguiente, cuando su amante le golpeaba con el secador en la cabeza para ver si de este modo se excitaba, sufrió un derrame cerebral.
—¿Dónde estoy? —preguntó en un momento de consciencia.
Ella le dijo que en el hogar y fingió que era su mujer para ayudarle a bien morir.
—Qué lío de vida —dijo él y se entregó con gusto a la agonía.

Del libro La viuda incompetente y otros cuentos, Ed. Plaza Janés