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Celephais - Lovecraft

Portada del libro el santuario y otros cuentos lovecraft cuento celephais
Howard Phillips Lovecraft (1890 - 1937): escritor estadounidense que cultivó la poesía, la novela y el cuento, y se destacó especialmente por sus relatos de terror y de ciencia ficción. Algunos de sus libros son El color que cayó del cielo, El abismo en el tiempo, El horror de Dunwich. El cuento "Celephais" fue tomado del libro El santuario y otros cuentos, Ed. Need.

Celephais

 Kuranes, en un sueño, vio la ciudad del valle y la costa que se desplegaba del otro lado, y la cumbre nevada que imperaba sobre el mar, y las naves multicolores que abandonaban el puerto con rumbo a zonas remotas donde el mar se junta con el cielo. También en un sueño, recibió el nombre de Kuranes, ya que se llamaba de otro modo cuando estaba despierto. Probablemente le parecía lógico soñar con otro nombre, ya que era el último descendiente de su familia, y vivía apartado entre los millones de londinenses desaprensivos, resultando que no eran muchos quienes lo frecuentaban y recordaban quién era. Había perdido dinero y tierras, y ahora permanecía indiferente a la gente que lo rodeaba; ya que él escogía soñar y escribir acerca de lo que soñaba. Pero sus relatos motivaban la burla de quien los leía: razón por la que comenzó a guardarlos para sí mismo y, más tarde, dejó de escribir. Sus sueños eran más magníficos cuanto más se alejaba del mundo circundante; y hubiera resultado inútil intentar volcarlos en un papel. Kuranes no era moderno y no coincidía con los demás escritores. Kuranes sólo anhelaba belleza, mientras aquéllos se empeñaban por desmantelar a la vida de los ornamentados atavíos del mito y mostrar lo horrorosa que es la realidad con la más cruda fealdad. Y cuando Kuranes no lograba encontrar la belleza en la verdad y la experiencia, la buscaba en la fantasía, donde la hallaba apenas en el umbral, entre nebulosos recuerdos de cuentos y sueños infantiles.
Muchas personas ignoran las maravillas que pueden depararles los cuentos y las imaginaciones de sus primeras épocas, ya que cuando somos niños, pensamos y soñamos y percibimos cosas a medias; y cuando somos maduros y queremos recordar, el miasma de la vida nos ha convertido en torpes y vulgares. No obstante, algunos de nosotros despertamos en la noche con extrañas presencias de colinas y vergeles encantados, de fuentes que repiquetean de cara al sol, de acantilados ocres que se asoman a mares bulliciosos, de praderas que se despliegan junto a calmas ciudades de piedra y de bronce, y de lóbregas tropas de héroes que cabalgan por espesos bosques sobre caballos blancos ensillados; entonces comprendemos que hemos volteado la mirada hacia ese mundo maravilloso, del otro lado de la puerta de marfil, que fue nuestro, antes de conseguir conocimiento y desdicha.
Kuranes regresó de pronto a su antiguo mundo infantil. Había estado soñando con la casona donde había nacido: una gran casa de piedra cubierta por hiedra, donde tres generaciones de sus predecesores habían vivido y donde él había supuesto que iba a morir. La luna resplandecía y Kuranes había salido cautelosamente a deambular en la noche fragorosa; cruzó a través de los jardines, bajó las terrazas, se alejó de los grandes robles del parque y transitó el largo camino que conduce al pueblo. El pueblo parecía muy antiguo; tenía un extremo cortado como la luna que empieza a menguar, y Kuranes se preguntaba si los tejados puntiagudos de las casitas escondían el sueño o la muerte. Tallos de hierbas crecidas inundaban las calles y los vidrios de las ventanas de ambas aceras estaban quebrados o eran opacos. Kuranes no se detuvo, siguió caminando forzosamente como si persiguiera algún objetivo. No quiso desatender ese impulso por miedo a que fuese una ilusión, como los deseos y las inclinaciones de la vida consciente que no llevan a nada. Más tarde se sintió impelido a ir hacia el callejón que lo alejaba del pueblo, tomando rumbo hacia los acantilados del canal, y llegó hasta el borde… al precipicio y abismo donde el pueblo y el universo se derrumbaban hacia una nada infinita y donde hasta el cielo, enfrente suyo, estaba vacío, sin la luz de una luna maltrecha o de las inquietas estrellas. Su vehemencia lo condujo a seguir avanzando hacia el acantilado, y se arrojó al abismo, por el que descendió flotando, flotando, flotando; atravesó por lóbregos e indefinibles sueños no soñados, esferas de un brillo marchito que podían representar sueños apenas soñados, y entes alados y jocosos que parecían mofarse de los soñadores de todos los mundos. Después, un hilo de luz se filtró por las tinieblas y vio la ciudad del valle resplandeciendo allí abajo, sobre un escenario de mar y cielo, y una cumbre nevada próxima a la costa.
Kuranes se despertó en cuanto vio la ciudad; no obstante, estuvo seguro con aquella mirada furtiva de que se trataba de Celephais, la ciudad del valle de Ooth-Nargai, emplazada del otro lado de los Montes Tanarios, donde su alma había habitado en una hora sempiterna, una tarde de verano, mucho tiempo atrás, cuando había huido de su nodriza, permitiendo que la cálida brisa del mar lo calmara y adormeciera mientras contemplaba las nubes del acantilado cercano al pueblo. Se había enfadado cuando lo encontraron y lo despertaron y lo llevaron a casa, puesto que en aquel preciso momento estaba a punto de zarpar en una nave multicolor hacia esas atractivas zonas donde el mar se junta con el cielo. Ahora también se sentía molesto por haber despertado, ya que finalmente, después de cuarenta años rutinarios, había hallado su ciudad mitológica.
Sin embargo, tres noches más tarde Kuranes regresó a Celephais. Igual que la otra vez, soñó primero con el pueblo que parecía abandonado o dormido, y con el abismo por el que debía descender flotando y en silencio; luego sobrevino el hilo de luz nuevamente, contempló los resplandecientes arrabales de la ciudad, las simpáticas naves fondeadas en el puerto azul, y los árboles gingko del Monte Arán bailoteando por la brisa marina. Pero esta vez, nadie lo arrebató del sueño; y bajó lentamente hacia la ladera de hierba como si tuviera alas, hasta que sus pies descansaron suavemente sobre el césped. Ciertamente, había vuelto al valle de Ooth-Nargai, y a la maravillosa ciudad de Celephais.
Kuranes se paseó a través de plantas aromáticas y flores bellísimas, cruzó el tumultuoso Naxara por el pequeño puente de madera donde había tallado su nombre hacía tanto tiempo, atravesó la bulliciosa arboleda y fue hasta el gran puente de piedra que se encuentra en la entrada de la ciudad. Todo era antiguo; aunque los muros de mármol no habían perdido su frescura ni se habían oscurecido las brillantes estatuas de bronce que contenían. Y Kuranes comprendió que no tenía que atemorizarse porque hubieran desaparecido las cosas que le eran familiares: hasta los centinelas de los muros eran los mismos y parecían tan jóvenes como él los recordaba. Cuando ingresó en la ciudad y atravesó las puertas de bronce y puso sus pies sobre el suelo de ónix, los mercaderes y los camelleros lo saludaron como si nunca hubiese partido; y otro tanto ocurrió con los sacerdotes, ornamentados con collares de orquídeas, del templo turquesa de Nath-Horthath, quienes le comunicaron que no existe el tiempo en Ooth-Nargai, sino únicamente una juventud eterna. Luego, Kuranes bajó por la Calle de los Pilares hasta el muro del mar, y se reunió con los mercaderes y marineros y todos los hombres extravagantes de aquellas regiones donde el mar se junta con el cielo. Permaneció largo tiempo allí, contemplando más allá del luminoso puerto las olas que resplandecían bajo un sol inesperado, y donde las naves fondeadas de regiones remotas se mecían. También contempló el Monte Arán, que se elevaba imponente desde las orillas, con sus laderas verdes cubiertas de árboles cimbreantes, y su cumbre nevada acariciando el cielo.
Entonces Kuranes sintió con más fuerza que nunca el deseo de zarpar en una nave hacia regiones remotas, sobre las que había oído tantas historias; de modo que buscó al capitán que hacía tanto tiempo había aceptado llevarlo. Halló al hombre, Athib, acodado sobre el mismo arcón de especias donde lo había visto en aquel entonces; y Athib parecía no percibir el tiempo transcurrido. Los dos partieron del puerto, más tarde, en una nave; Athib dio directivas a los remeros y se dirigieron al Mar Cerenerio, que llega hasta el cielo. Durante varios días transitaron por las aguas ondulantes, hasta que por fin arribaron al horizonte, donde el mar se junta con el cielo. Pero la nave no se detuvo allí, sino que continuaron navegando por el cielo azul entre masas de nubes teñidas de rosa. Y muy debajo de la quilla, Kuranes pudo observar ignotos ríos, ciudades y zonas de belleza infinita, retozando bajo un sol que parecía no querer desaparecer ni disminuir jamás. Finalmente, Athib le comunicó que su viaje no acabaría nunca, y que prontamente entrarían en el puerto de Serannian, la ciudad de mármol rosado entre las nubes, construida sobre la costa evanescente donde el viento del crepúsculo sopla hacia el cielo; sin embargo, cuando las cúpulas esculpidas más altas pudieron distinguirse, se sintió un estruendo en algún lugar del espacio y Kuranes despertó en su altillo de Londres.
Después, Kuranes buscó vanamente durante meses la mitológica ciudad de Celephais y sus naves que zarpan rumbo al cielo; y a pesar de que sus sueños lo condujeron a lugares espléndidos y maravillosos, nadie pudo informarle cómo llegar al Valle de Ooth-Nargai, emplazado del otro lado de los Montes Tanarios. Una noche sobrevoló lóbregas cumbres donde fulguraban tenues y solitarias fogatas de campamentos, muy dispersas, y se veían raras y velludas manadas de reses que portaban bulliciosos cencerros; y en la zona más tosca de aquella región montañosa, tan distante que pocos hombres debían conocerla, descubrió una suerte de muro o sendero empedrado, inconcebiblemente antiguo, que se contorneaba a lo largo de montañas y valles, y era demasiado voluminoso para haber sido edificado con manos humanas. Del otro lado de ese muro, llegó, en la luminosidad gris del amanecer, a un país de jardines extravagantes con cerezos; y cuando el sol ascendió, pudo observar la belleza de flores blancas, follajes verdosos y grandes extensiones de hierba, canteros tenues, manantiales cristalinos, diminutos lagos azules, puentes cincelados y pagodas de tejados rojos; y embelesado, olvidó por un momento a Celephais. No obstante, la recordó nuevamente cuando descendió hacia una pagoda de tejado rojo por un sendero blanco; y si hubiese anhelado preguntar por la ciudad a las personas de aquel lugar, hubiera descubierto que no era habitado por gente, sino por aves, abejas y mariposas. Otra noche, Kuranes ascendió por una ininterrumpida escalera caracol de piedra y llegó a la ventana de un faro desde donde se podía ver una vasta llanura y un río iluminado por la luna llena; y en la calma ciudad que se desplegaba en la orilla del río creyó reconocer vestigios de lo que había conocido anteriormente. Hubiera querido acercarse para preguntar el camino hacia Ooth-Nargai, si no hubiera acaecido el terrorífico amanecer desde algún lugar distante del otro lado del horizonte, exhibiéndole las ruinas y decrepitudes de la ciudad; y el río estancado lleno de cañas y la tierra cubierta de cadáveres, todo como había quedado luego que el rey Kynaratholis regresara de sus conquistas y encontrara esta venganza de los dioses.
De este modo, Kuranes vanamente buscó la mitológica ciudad de Celephais y las naves que transitaban por el cielo rumbo a Serannian, contemplando mientras tanto cuantiosas maravillas y escapando cierta vez milagrosamente del inenarrable sacerdote que se escuda detrás de una máscara de seda amarilla y habita solitario en un monasterio prehistórico de piedra, en la helada y desierta meseta de Lang. Poco tiempo después, no podía tolerar las interrupciones desoladoras del día y comenzó a ingerir drogas para prolongar sus momentos de sueño. El hachís le fue sumamente útil; y cierta vez lo transportó a una zona del espacio donde no existen formas, pero gases incandescentes analizan los enigmas de la existencia. Y un gas violeta le informó que esa parte del espacio estaba fuera de lo que él denominaba 'el infinito'. El gas no sabía nada acerca de planetas ni de organismos, pero reconocía a Kuranes como materia, energía y gravitación infinitas. Kuranes se sintió más deseoso de regresar a la Celephais llena de torres y acrecentó su dosis de droga. Un día de verano, tiempo después, lo echaron de su altillo y caminó errabundo por las calles, atravesó un puente y se condujo a una zona donde las viviendas eran cada vez más escasas. Y allí fue donde encontró el éxtasis; y encontró a un grupo de caballeros que venían a llevarlo a Celephais para siempre.
Estos caballeros eran hermosos, estaban montados sobre caballos ruanos y vestidos con armaduras fulgurosas, que tenían bordados escudos exóticos con hilos de oro. Kuranes creyó que era una tropa por la inmensa cantidad, pero habían sido enviados en su honor; ya que era él quien había creado Ooth-Nargai en sus sueños, razón por la cual sería nombrado dios supremo. Luego, le proporcionaron a Kuranes un caballo y lo pusieron al frente de la tropa, e iniciaron el camino triunfal por los campos de Surrey, hacia la zona donde Kuranes y sus ancestros habían nacido. Era raro, pero a medida que cabalgaban parecía que volvían hacia atrás el tiempo, ya que cada vez que atravesaban un pueblo al atardecer, veían a sus habitantes y a sus viviendas como Chaucer y sus antecesores los habían visto; y con frecuencia se cruzaban con algún caballero y una comitiva de esbirros. Cuando la noche se acercaba, galoparon más rápido, tan ágilmente como si volaran por el aire. Cuando el alba empezaba a despuntar, llegaron al pueblo que Kuranes había visto excitado de admiración en la niñez y muerto o dormido en sus sueños. Ahora estaba vivo y los lugareños madrugadores saludaron el paso de los jinetes calle abajo, mientras resonaban los cascos; y luego se perdieron por el callejón que culmina en el abismo de los sueños. Kuranes se había lanzado a él únicamente de noche, y estaba ansioso por saber cómo sería durante el día; de modo tal que miró con avidez cuando la columna de jinetes comenzó a acercarse al borde. Y mientras galopaba cuesta arriba hacia el acantilado, un brillo enceguecedor se levantó por el occidente e inundó el paisaje con atavíos refulgentes. El abismo era un caos incandescente de brillo rosado y cerúleo; unas voces de procedencia desconocida cantaban felices mientras la tropa de caballeros saltaba al vacío y descendía flotando plácidamente entre las nubes esplendorosas y los brillos plateados. Los jinetes seguían flotando ininterrumpidamente y sus caballos galopaban en el aire como si se deslizasen sobre arenas doradas; más tarde los vapores se abrieron para mostrar un brillo superior: el de la ciudad de Celephais, y la costa del otro lado, y la cumbre que imperaba sobre el mar, y las naves multicolores que parten rumbo a regiones distantes donde el mar se junta con el cielo.
Y Kuranes reinó en Ooth-Nargai y en todas las zonas aledañas en los sueños, y tuvo su séquito ora en Celephais, ora en Serannian, construida de nubes. Y hoy todavía impera allí, e imperará eviternamente con dicha; a pesar de que al pie de los acantilados de Innsmouth, los flujos del canal hayan jugado con el cadáver de un errabundo que había atravesado el pueblo solitario al despuntar el alba; jugaron irónicamente y lo precipitaron contra las rocas, junto a las Torres de Trevor cubiertas de hiedra, donde un millonario pingüe de cerveza se solaza en un ambiente comprado de nobleza fenecida.

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