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Angelita, o el gozo de vivir – Mercedes Ballesteros

“¡Banderita, tú eres roja,
banderita, tú eres gualda
llevas sangre, llevas oro…!”
¡Cómo nos gustaba, a mi hermano y a mí, interrumpir el estudio de la Trigonometría para oír cantar a Angelita por el patio de atrás! Todas sus canciones eran por lo general patrióticas, con mucho legionario y mucho soldadito español.

Era Angelita niñera en el piso de arriba. Había venido de su pueblo de la provincia de Guadalajara a rastras de una tía suya, pantalonera que tuvo empeño en que la sobrina se dedicara a “artista”. Pero sus aspiraciones se quedaron en agua de borrajas porque la tal Angelita, aunque era graciosa de cara y no cantaba mal, resultaba algo canijilla de porte. En aquella época muchas mozas que bien pudieron haber rematado en criadas de servir, subían a las tablas sólo por el hecho de poseer lo que los gacetilleros llamaban “formas esculturales”. Pero Angelita, de escultural nada. Por más que su tía le cosiera vestidos de mucho perifollo no lograba otra cosa que aquel despiadado: “la mona aunque se vista de seda…”, comentario de cocinera de la casa que la pobre muchacha escuchó sin enojarse. Porque Angelita era mansa de genio y estaba hecha a aguantar lo que le echaran. Y bien que lo demostraba dejándose potrear por el niño que estaba a su cuidado, al cual le habían prohibido “ponerle la mano encima”. Hijo único, muy mimado, imponía su despotismo a los padres, a la tía solterona, al pobre de Don Ambrosio, que le daba clases particulares y, sobre todo, como digo, a la infeliz de la niñera. El tal Enriquito, que así se llamaba, no acudía al colegio por que se recelaba que podrían contagiarle todas las enfermedades y no salía de casa sino envuelto en bufandas y camisetas.
Un día le tiró a Angelita un juguete a la cabeza y le hizo un buen chirlo, que le dejó señal…
─Hazte cargo de que es una criatura que no sabe lo que hace.
Pero el angelito, que ya andaba por los nueve años, con tanta Emulsión Scott y con tanta sobrealimentación tenía las fuerzas de un osezno.
─Buena tonta eres tú, que te dejas dar de patadas por el crío ─el decía la cocinera.
─Una, ¿qué va hacer?
Sabía que si marchaba de casa la que iba a pegarle era su tía; y si se volvía al pueblo las palizas se las daría su padre, así que tanto le daba.
Se desahogó cantando:
─ “¡soldado de Nápoles, / que vas la guerra!”
Naturalmente que en la casa le estaba bastante prohibido cantar, pero en los ratos que se quedaba sola hacía participes de su arte a toda su vecindad.
Cada domingo, día de asueto de las criadas, rondaban la casa sus novios. Había quintos, obreros de las construcción ─entonces llamados albañiles─, aprendices de fontaneros, de ebanistas, etc. Todos ellos endomingados: los unos con su quepis militar, otros con boina, alguno de gorrilla; destocado sólo “Pepe el de la utógena”, el guapo del barrio, al que por cierto se le atribuía la paternidad de de los cuatro hijos de Eulogia, la pescadera, que fueron a parar a la Inclusa y ella acabó “echándose a la vida” Una tarde entró a formar parte del “cortege” criadil un tal Faustino, mozo de más años que sus congéneres y de mejor aliño indumentario. Se notaba que había subido el peldaño social que para al obrero del empleado, que usaba un sombrero de esos se que llamaron “frégoli”.
El tal Faustino era bajo, rechoncho, con gran cabeza como de emperador romano y un andar petulante de mayoral de reses bravas. Tanta apostura a Angelita la dejó deslumbrada. No era artesano, ni labriego, ni albañil ─que era el tipo de sociedad masculina frecuentado por ella hasta la fecha─, era “muy señorito”. Su trabajo consistía en llevar cuentas en algunos comercios. ¡Y aquella perla varonil iba a quedar prendado de los encantos de Angelita, precisamente de la más deslucida de todo el gremio eril de los contornos!



Los preparativos de la boda la traían de coronilla. Mi hermano y yo vimos por el patio de atrás como mostraba a las vecinas la colcha de damasco color Jacinto que era la joya más preciada de su ajuar. Para la boda le cosió su tía un vestido lujosísimo, lleno de encajes y abalorios, en el que se notaban nostalgias del frustrado destino de “artista”.
Pasaron varios años sin que volviésemos a ver a Angelina ni supiéramos nada de ella.
Una tarde de domingo bajábamos la cuesta de San Vicente camino de la verbena. Delante nuestro iba una pareja con un niño de la mano: un niño de unos cinco años, algo canijillo y cabezón.
El chico, desde que vio de lejos las centelleantes bombillas de verbena, quiso echar a correr tirando de los padres, que apretaron el paso. Ella se volvió un momento y le vimos la cara. “¡Pero si es Angelita!” Los abordamos. Al pronto no nos reconoció.
─Somos los niños de abajo.
Tuvimos un rato de charla. El tenía el habla campanuda y redicha.
─Son los niños del piso de debajo de en casa de mis señores ─informó Angelita.
─Aquí mi señora me los tiene nombrados.
Ella nos pareció más bajita y feúcha que cuando la conocimos. Tenía el cuerpo deformado por el embarazo.
Nos preguntaron por la familia y por los estudios y ella muy ufana, nos contó algo de su vida.
─Pepito, dale un beso a estos niños.
Pepito se escondió detrás de su madre.
─Es muy vergonzoso.
Le elogiamos al chico con natural desmañas de los niños para ponderar las gracias de otro niño.
─Se nos cría muy bien ─comentó el padre.
─Está hecho una alhaja.
La mencionaba alhaja daba tirones de la mano de su madre rabiando y pataleando porque no le llevaban de una vez a la verbena.
Nos despedimos. Ellos siguieron cuesta abajo, tan llenos de gozo que daba gloria verlos. ¿Por qué? ¿Por qué eran tan felices? ¿Qué tenían para que Angelita nos contara: “La verdad es que no puedo quejar, mejor no pueden irnos las cosas”? ¡Pero si no tenían nada!
La jornada de él era de lo más aburrida, de lo más monótona y gris. Echar cuentas de la mañana a la noche, primero en una fábrica de refrescos, lejísimos de su casa, allá por ventas, para lo que tenía que emplear un metro y un tranvía, siempre abarrotados. Y luego, por la tarde, más cuentas en una tienda de gorros de la Plaza Mayor. Volver a casa ya de noche donde le esperaría una cena frugal, el olor a guisos desde que abría la puerta del piso que compartía con sus cuñados, y las palabras de siempre: “Entretenme al crío mientras avío la cena”. Y el niño cabezón treparía a sus rodillas y lo miraría. Y el hombre miraría a su notando que se le parecía y que el día de mañana sería un hombre como él y eso le daba gozo. Un hombre como él tomando su tranvía y su metro, y echando sus cuentas, y subiendo la escalera cada noche para llegar a una casa que olía a sopa.
La mujer se movería torpemente, pero a veces se quedaría ensimismada, de bruces en fregadero, pensando en el hijo que iba a tener. “Si es niña le pondremos Angelita, como yo”. Y pensaría en Angelita niña, moza espiga a sus quince años, parecida a ella que no valía nada, y le daría gozo.
Bajaban la cuesta San Vicente, camino de verbena, y él palpaba el dinero en el bolsillo del pantalón. Podría el niño subir al tiovivo, y tirar pelotas de trapo en el pin pan pun. Y luego, cansados, se sentaría en un aguaducho a beber gaseosa.
Subió el niño a los caballitos y los padres lo miraban sin quitarle ojo: una, dos, tres, cuatro vueltas… El niñito cabezón, de piernecillas flacas, bajo de color y con el pelo cortado a lo paje. Tan feúcho, pero a ellos les parecía un arcángel.
¡Cuánta luz, cuánta luz, Dios mío, despedían esos tres seres insignificantes en la verbena! ¡Y eran sus vidas tan pequeñitas y tan poca cosa!
Ni que decir tiene que todo esto lo pienso ahora, al rememorar aquellas pequeñas vidas entrevistas al final de mi niñez. Ha pasado muchos años, he conocido personas alegres y tristes, pobres y opulentas; pero nadie, nadie como aquella insignificante pareja me ha hecho percibir, ni antes ni después, el suave perfume del gozo de vivir.

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