a las

Las amigas - Liliana Heker

Cuento de Liliana Heker

Era necesario ser muy fuerte para tragarse la pena sin llorar al ver cómo Laura arreglaba los útiles, se paraba, y se iba para siempre del querido banco donde tan felices habían sido ellas dos, que se reían de las mismas cosas, tenían juegos secretos que ningún otro conoció jamás, y a cada momento encontraban algo divertido para contarse. Veremos si de este modo se les acaban las ganas de conversar, había dicho la maestra y en una de ésas pensó que ellas llorarían o algo así, pero Analía no iba a darle el gusto, qué se creía, a ella la maestra no la asustaba con tanto grito y ojalá a Laura tampoco, así la amargada esa reventaba de rabia.
Ésta es la única manera de que aprendan, había dicho y seguramente creía que a dos amigas se las separa porque se las cambia de banco (como si supiese esta amargada lo que era la amistad) pero no vio de qué forma se habían mirado ella y Laura antes de separarse. No le vamos a dar el gusto, supo Analía que se habían dicho con esos ojos, y no hicieron falta las palabras porque ellas siempre se habían comprendido así, con sólo mirarse, y cuando Analía volvió a fijarse bien, por las dudas, claro que Laura tampoco lloraba.
Por el pasillo avanzó Teresa Sotelo con su valija cargada y su cara de boba. Justo ésa. La maestra la había elegido a propósito. A las dos las habían elegido porque María Inés Barreiro, la nueva compañera de Laura, por más que se quería hacer la viva tampoco era de las que les gustaban a ellas dos: con toda saña las había elegido, para que no tuvieran con quién reírse, como si ellas estuvieran para risas en esos momentos.
—Uy qué feo —fue lo primero que dijo Teresa Sotelo cuando se sentó—; de aquí atrás no se ve bien el pizarrón.
Por Analía, si no estaba viendo nada mejor, y que no viniese a preguntarle a cada rato lo que estaba escrito porque ni soñaba contestarle.
—Oíste lo que me dijo la maestra, ¿no? Así que ya sabés.
Ésta era la última vez que le dirigía la palabra aunque tuviera que pasarse la vida sin abrir la boca. Total ya se iba a desquitar con Laura en el recreo y ¡las cosas que iban a decirse! Ojalá que Laura no estuviera demasiado triste, pero no: ni una lágrima tenía por suerte. También, aunque se le saltase el corazón no era ninguna sonsa para darle el gusto a esa pérfida. Dádiva, dijo esa pérfida; que se debía hacer una oración con el sustantivo dádiva y no era la primera vez que se le ocurría una palabra así, que una después no sabe dónde ponerlas. Laura sí; Laura era capaz de hacer las mejores oraciones del grado y todo el mundo lo sabía; poéticas las llamaba la maestra.
—¿Valija se escribe con ve corta? —dijo Teresa Sotelo.
—No sé ni me importa. Además no puedo hablar.
La muy idiota no la dejaba concentrarse y así nunca en la vida le iba a salir la frase. Si al menos se le ocurriesen ideas como antes, cuando estaba Laura, que además si a Analía le daba la gana le hacía oraciones enteras... Pero ¡ay Dios! toda la clase estaba al tanto y Analía ya se veía venir ¡ay Dios! ya se veía venir lo que estaba pasando: la estúpida de María Inés Barreiro que le hablaba en el oído a la pobre Laura como si una no se diera cuenta de lo que le estaba pidiendo; qué ocurrencia también, querer que le hiciera la oración justamente a ella que no era su amiga ni nada.
Pobre Laura, a ella tampoco la dejaban tranquila y no podía hacer más que andar todo el tiempo diciéndole a esa cargosa que la dejara en paz; que no la estorbase, ¿o María Inés Barreiro se había pensado que una le hace las oraciones a todo el mundo? Lo que Laura debía hacer era darle un buen grito a María Inés Barreiro y se acabó. Pero era tan buena esa tonta que nunca la iban a dejar tranquila y al fin nadie podría hacer su oración.
Analía vio por el costado que Teresa Sotelo había escrito valija con ve corta y pensó que hacer una oración no es tan complicado y si no sale muy hermosa no importa, pero cuando la maestra fue llamando y las chicas leyeron exquisitas dádivas o dádivas que ofrendaron o depositaron extraordinarias dádivas supo que si la llamaban a ella se moría ahí mismo.
—María Inés Barreiro —dijo la maestra.
—Las maravillosas dádivas de los pastorcillos hicieron sonreír dulcemente al principito enfermo —leyó María Inés Barreiro.
—Muy bien —dijo la maestra—; te felicito.
Y lo dijo a propósito para destrozarles el alma a Laura y a ella, ya que en el mundo no había nadie capaz de creer que María Inés Barreiro en su vida pudiera hacer nada tan bello. Analía no podía entender cómo Laura no había conseguido explicarle a esa maldita que no la pensaba ayudar, porque una ayuda solamente a las amigas y ella ¡cualquier día iba a ser su amiga! En el recreo ellas dos ya le iban a enseñar a esa aprovechadora a sacar las cosas por la fuerza, pero mientras tanto todo era tan terrible y vaya a saber si Laura iba a tener valor para soportarlo.
A Analía se le hizo un nudo en la garganta pero Laura tampoco lloraba por más que debía tener unas ganas, pobre Laura. Si al menos hubiese mirado para donde estaba Analía ella habría podido consolarla porque entre las dos se entendían lo más bien con una mirada.
Un solo segundo, Dios mío, un solo segundo que se diera vuelta. No; justo ahora se le tenía que ocurrir estar atenta a orillas del Paraná, sólo esta maestra podía pasar tan de golpe a la clase de historia y la pobre Laura se debía estar aburriendo de un modo ahora que no les quedaba más remedio que tragarse sin comentarios todo lo que estaba diciendo la maestra. Antes, cuando no podían concentrarse, era lo mejor porque se pasaban cartas con dibujos y señales que nadie en el mundo habría descifrado jamás, pero ahora ¿qué?: nada más que Teresa Sotelo escuchando a la maestra con cara de boba una expedición llena de azares.
¡Cómo se debía estar aburriendo Laura! Ahora estaba escribiendo, ¡Dios nos asista! Cómo no se le había ocurrido. La maravillosa Laura le estaba por mandar una carta. Analía también sacó una hoja para contestarle con toda urgencia pero he aquí que la muy miserable, la perversa, la infame de María Inés Barreiro le había quitado el mensaje a Laura y ahora lo estaba leyendo, ¿cómo Laura no se lo impedía?, ¿cómo no le hacía nada? Bah, por Analía que lo leyera, total por lo que iba entender.
—Ante la sorpresa del Directorio —dijo la maestra—, Belgrano había debose-desos-des-desobedecido...
Analía la miró a Laura porque era muy cómico y ellas se reían como locas en estos casos y nomás Laura se diera vuelta (porque cada una sabía muy bien cuándo tenía que buscar los ojos de la otra) nomás Laura se diera vuelta se iban a reír como antes o se creía esa amargada que porque a una la separen de su amiga no tiene ojos lo mismo.
¿Qué era lo asombroso entonces?: ¿que esta vez Laura no se diera vuelta? No, eso no, ya que bien podía, por la tristeza, no haberse dado cuenta de nada. Lo asombroso, lo que helaba la sangre en las venas y estrujaba el corazón, era que Laura, en ese estado, tuviera el coraje de reírse.
Porque se estaba riendo. Y María Inés Barreiro también. Se miraban las dos y se mataban de la risa y una al principio podía pensar que era la tentación del momento pero el momento había pasado y ellas no paraban más; ¿estaban locas esas dos? Justo hoy; ¿qué querían? ¿que la maestra armara todo el lío otra vez? Como si nunca hubieran oído que alguien se equivocara.
Analía se enderezó en el banco, total, por lo que le importaba; una venía al colegio para aprender y no para divertirse; el gobierno de Buenos Aires, con toda urgencia, había mandado un correo con rumbo a la región del Alto Paraná y Laura le estaba diciendo algo a María Inés en el oído. Vaya a saber qué. Ni en clase sabían comportarse como era debido, pero no importaba: ya iban a sufrir las consecuencias; Analía iba a permanecer bien atenta para saber contestar cuando la maestra preguntase; el ejército había emprendido viaje hacia el norte sin tener, todavía, la menor comunicación con el gobierno de Buenos Aires que, asombrado por la conducta de Belgrano, trataba de detener la situación; ellas dos se rieron y no se sabía bien de qué diablos se podían estar riendo pero se vio que no eran capaces de tomar nada en serio, ni que la historia de Belgrano fuese un chiste.
Era esa charlatana de Laura, siempre la misma. Que viniera nomás en el recreo a decirle a Analía que jugasen juntas, que le pidiera a la maestra y con lágrimas en los ojos le rogara que las pusiese otra vez en el mismo banco: ya iban a ver cómo Analía le contestaba a la maestra que no, que con Laura al lado no podía atender, señorita; que Laura siempre se estaba riendo de cualquier cosa. Con cualquiera.
La expedición avanzó hacia Corrientes. Ya estaba: charlando otra vez, secreteándose todo el tiempo, siempre andaban con algo para contarse esas dos; ni a Belgrano respetaban esas desvergonzadas, nuestro valiente y dulce Belgrano, el creador de la bandera de la Patria, y se podía estar segura que ellas dos ni se habían puesto a pensarlo, ¡qué lo iban a pensar! Bah, podían hacer lo que quisieran, por lo que le importaba. Se creían muy graciosas como si ellas dos hubieran sido las únicas en el mundo que se daban cuenta de las cosas. ¿Y una no se daba cuenta, acaso? Cualquiera se daba cuenta. Muy gracioso, ja, ja, muy gracioso, que la maestra ponía la regla como si fuera a matar a alguien. Cualquiera se daba cuenta pero no por eso iba a andar riéndose todo el día. Todas nos damos cuenta. ¿O vos acaso no te das cuenta?
—¿Qué? —dijo Teresa Sotelo.
—De cómo pone la regla la maestra —dijo Analía—; decime, ¿vos no te diste cuenta acaso?
—¿Qué? —dijo Teresa Sotelo—. ¡Ah!
—Parece que fuera a matar a alguien, ¿no? —dijo Analía—. Decime si no es un plato.
—Ah. Sí —dijo Teresa Sotelo.
—¡Dios santo! Mirá si se le ocurre asesinar al pizarrón. Ay, señorita, que el pizarrón es buenito. Esto no es un ejemplo para sus alumnas, señorita. Mirala, mirala si no parece un espadachín. Pero mirala. Que la mirés te digo. ¿No te da risa? Reíte, pavota. ¿No ves que es cómico?

Fuente: Liliana Heker, Cuentos, Ed. Suma De Letras