Microcuento de Antonio López Ortega
Durante tres semanas seguidas, echando el cuento a quien se le atravesara en el camino, mi hermano refirió repetidamente un episodio visto en la televisión: "Una mujer enferma y paralítica está en su cuarto. Hay muy poca luz. Maniobrando de un lado a otro la silla de ruedas, te das cuenta de que la vieja está levantando un muro de ladrillos en la mitad del cuarto. Con la ayuda de una cuchareta de albañil, va colocando y pegando trabajosamente un ladrillo tras otro. La vieja sonríe: no sabe por qué, pero sonríe. De pronto oyes una voz, oyes una voz que dice no me hagas esto, mamá, no me hagas esto. La cámara te descubre a un hombre que está del otro lado del cuarto. El hombre llora y se amarra el cuerpo con las manos. Tú supones que es el hijo, tú lo supones porque el hombre no cesa de decir no me hagas esto, mamá, no me hagas esto. Pero la vieja, nada. Está abstraída, está fuera de sí. Sólo una sonrisa ciega la sostiene. El muro va creciendo y el hombre ya no puede hacer nada. Queda un último orificio, sí, queda el último orificio en el que la vieja va a calzar el ladrillo final. Y es entonces cuando la vieja asoma un ojo desorbitado y dice es mejor así, hijo mío, es mejor así. La vieja coloca la última pieza de su obra y el hombre cae de rodillas tapiado para siempre. Pero hay una cosa que no entiendes: ¿por qué sigue habiendo luz si el hombre ha quedado tapiado? La cámara va abriendo lentamente la toma y es entonces cuando te das cuenta. No es el hombre el que ha quedado tapiado: es la vieja la que se ha encerrado a sí misma, es la vieja la que ríe del otro lado mientras el hijo golpea el muro con los puños".
Fuente: Antonio López Ortega, En frasco chico, Ed. Colihue
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