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La promesa - Lafcadio Hearn

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Lafcadio Hean (o Yakumu Koizumi, nombre que él mismo asumió), nació en Santa Maura, isla de Grecia. Griego por nacimiento, irlandés por su ascendencia, inglés por su educación, norteamericano por su largo afincamiento en EE. UU., resolvió bellamente el problema haciéndose japonés. Se radicó en Japón, se casó con una japonesa y se convirtió al budismo.
El cuento "La promesa" fue tomado del libro Antología del cuento extraño (tomo 2), Ed. Librería Hachette.

La promesa

I

—No temo la muerte —dijo la moribunda esposa—; sólo tengo una preocupación en este momento. Quisiera saber quién ocupará mi lugar en esta casa.
—Querida mía —repuso el afligido esposo—, nadie ocupará jamás tu lugar en mi casa. Nunca, nunca volveré a casarme.
Al decir esto, hablaba con el corazón; porque amaba a la mujer que estaba a punto de perder.
—¿Lo juras por la fe del samurai? —preguntó ella con apagada sonrisa.
—Por la fe del samurai —contestó él, acariciando su rostro consumido y pálido.
—Entonces, amado mío —dijo ella—, me sepultarás en el jardín, ¿verdad?, cerca de aquellos ciruelos que plantamos en un extremo. Hacía mucho que quería pedirte esto; pero pensé que, si volvías a desposarte, no te gustaría tener mi tumba tan cerca. Ahora que prometiste que ninguna mujer ocupará mi lugar; no es necesario, pues, que titubee en formular mi ruego… ¡Tengo tantos deseos de ser sepultada en el jardín! Imagino que allí aún oiré a veces tu voz, y que podré ver las flores en la primavera.
—Se hará como deseas —contestó él—, pero no hables ahora de eso; no es tan grave tu mal que hayamos perdido toda esperanza.
—Yo la he perdido —replicó ella—; moriré esta mañana. Pero… ¿me sepultarás en el jardín?
—Sí —dijo él—, a la sombra de los ciruelos que plantamos; y tendrás un hermoso sepulcro.
—¿Me darás una campanilla?
—¿Una campanilla?…
—Sí; quiero que en ataúd pongas una campanilla como esas que llevan los peregrinos budistas. ¿Lo harás?
—Tendrás la campanilla… y cuanto desees.
—Nada más deseo… Amado mío, siempre has sido muy bueno conmigo. Ahora puedo morir feliz.
Cerró los ojos y expiró con esa facilidad con que se duerme un niño cansado. Aun muerta, parecía hermosa, y había una sonrisa en su semblante.
La enterraron en el jardín, a la vera de los árboles que amaba; y junto con ella enterraron una campanilla. Sobre la sepultura se erigió un hermoso monumento, ornado con el escudo de la familia y ostentando el siguiente Kaymio: Gran Hermana Mayor, Sombra Luminosa de la Cámara de la Flor del Ciruelo, moras en la Casa del Gran Mar de la Compasión.

Pero, antes que transcurriera un año de la muerte de su esposa, los parientes y amigos del samurai comenzaron a instarlo a que contrajese nuevo matrimonio.
—Aún eres joven —le decían—; eres hijo único y no tienes descendencia. Un samurai tiene el deber de tomar esposa. Si mueres sin hijos, ¿quién hará las ofrendas, quién recordará a los antepasados?
Con muchos argumentos de esta índole le persuadieron por fin a casarse nuevamente. La esposa sólo tenía diecisiete años; y el samurai la amó tiernamente, a pesar del mudo reproche de la tumba del jardín.

II

En los seis días siguientes a la boda, nada turbó la felicidad de la joven esposa. Al séptimo, el samurai recibió orden de cumplir ciertos deberes que requerían su presencia, de noche, en el castillo. La primera noche en que se vio obligado a dejar sola a su esposa, ella se sintió intranquila, sin poder explicarlo; vagamente atemorizada, sin saber por qué. Se acostó, pero no pudo dormir. Había una extraña opresión en el ambiente, una pesadez indefinible, como la que suele preceder al estallido de una tormenta.
A la Hora del Buey oyó, en el silencio nocturno, una campanilla… una campanilla de peregrino budista; y se preguntó quién sería el peregrino que atravesaba las posesiones del samurai a semejante hora. Después de una pausa, la campanilla se oyó mucho más próxima. Evidentemente, el peregrino se acercaba a la casa; pero ¿por qué se aproximaba por el fondo, donde no había camino alguno?… De pronto los perros comenzaron a gemir y aullar de un modo extraño y horrible; y un temor como el que se experimenta en ciertas pesadillas asaltó a la joven… Era indudable que la campanilla sonaba en el jardín… Trató de levantarse para llamar a un sirviente, pero advirtió que no podía incorporarse, no podía moverse, no podía llamar… Y el son de la campanilla se oía cada vez más cerca, cada vez más cerca… ¡y cómo ladraban los perros!… De pronto, con la ligereza con que se desliza una sombra, entró en el aposento una mujer —aunque todas las puertas estaban cerradas, y todas las cortinas inmóviles—, una mujer envuelta en un sudario, que traía una campanilla de peregrino. No tenía ojos… porque hacía mucho que había muerto; y sus cabellos sueltos caían en una cascada sobre su rostro; y miraba sin ojos a través de la maraña de sus cabellos, y hablaba sin lengua:
—¡En esta casa no, en esta casa no te quedarás! Aquí aún soy yo el ama. ¡Te irás! Y a nadie le dirás el motivo de tu partida. Si se lo dices a Él, te haré pedazos.
Así diciendo, la estantigua desapareció. La esposa se desmayó de terror, y hasta el alba no recobró el sentido.

A la alegre luz del día, dudó de la realidad de lo que había visto y oído. Y aunque el recuerdo de la advertencia pesaba tanto en su corazón que no se atrevió a hablar a su esposo ni a persona alguna de la visión que había tenido, estuvo a punto de convencerse de que había sido víctima de una pesadilla que la había enfermado.
La noche siguiente, sin embargo, sus dudas se disiparon. Una vez más, a la Hora del Buey, los perros comenzaron a aullar y gemir; una vez más se oyó el son de la campanilla que se aproximaba lentamente por el jardín; una vez más la joven intentó en vano levantarse y llamar; una vez más entró la muerta en el aposento, y dijo con voz sibilante:
—¡Te irás! ¡Y a nadie le dirás por qué debes irte! ¡Si se lo dices a Él, aún en un susurro, te haré pedazos!
Esta vez la aparición se acercó al lecho, y se inclinó sobre la muchacha, murmurando y haciendo muecas…
A la mañana siguiente, cuando el samurai regresó del castillo, su joven consorte se postró ante él, implorante:
—Te suplico —dijo— que perdones mi ingratitud y mi gran descortesía al hablarte de este modo; pero quiero irme a casa; quiero irme inmediatamente.
—¿No eres feliz aquí? —preguntó él, sinceramente sorprendido—. ¿Alguien se ha atrevido a ser poco amable contigo durante mi ausencia?
—No se trata de eso —repuso ella sollozando—. Todos han sido muy buenos conmigo… Pero no puedo seguir siendo tu mujer… Debo irme.
—Querida mía —exclamó él, muy asombrado—, es sumamente doloroso saber que has hallado en esta casa motivo de infelicidad. Pero no puedo siquiera imaginarme por qué quieres irte… a menos que alguien haya sido muy descortés contigo… Seguramente no quieres decir que deseas el divorcio, ¿verdad?
Ella respondió, temblorosa y llorando:
—¡Si no me concedes el divorcio, moriré!
Él permaneció un instante silencioso, tratando en vano de adivinar el motivo de aquella asombrosa declaración. Por fin, sin revelar emoción alguna, contestó:
—Devolverte a tu hogar, sin que hayas cometido falta alguna, sería un acto vergonzoso. Si me revelas el motivo de tu deseo, cualquier motivo que me permita explicar las cosas honorablemente, te otorgaré el divorcio. Pero si no me das un motivo, un motivo razonable, no te lo otorgaré, porque el honor de nuestra casa debe mantenerse invulnerable a cualquier reproche.
Entonces ella se sintió obligada a hablar, y le contó todo, añadiendo en el colmo del terror:
—Ahora que te lo he dicho todo, ¡ella me matará! ¡Me matará!
Aunque hombre valiente y poco propenso a creer en fantasmas, el samurai se sintió, en el primer instante, considerablemente alarmado. Pero pronto acudió a su espíritu una explicación sencilla y natural del caso.
—Querida mía —dijo—, estás muy nerviosa, y temo que alguien haya estado contándote historias tontas. No puedo concederte el divorcio por el solo hecho de que hayas tenido un mal sueño en esta casa. Pero lamento mucho, en verdad, que hayas sufrido tanto durante mi ausencia. Esta noche también deberé ir al castillo; pero no te dejaré sola. Ordenaré a dos de mis soldados monten guardia en tu aposento, y así podrás dormir en paz. Son buenos hombres, y sabrán cuidarte.
Y le habló tan consideradamente y con tanto afecto, que ella casi se avergonzó de sus terrores, y resolvió permanecer en la casa.

III

Los dos soldados encargados de cuidar a la joven esposa eran hombres robustos, valientes y simples, experimentados guardianes de mujeres y niños. Contaron a la joven agradables historias para mantenerla alegre. Habló con ellos largo rato, festejando sus chanzas exentas de malicia, y casi olvidó sus temores. Cuando por fin se recogió para dormir, ellos se apostaron en un rincón del aposento, detrás de un biombo, y comenzaron a jugar una partida de go [Juego semejante al de damas, pero mucho más complicado], hablando sólo en murmullos, para no despertar a la joven, que dormía como una criatura.
Pero una vez más, a la Hora del Buey, despertó con un gemido de terror… ¡Había oído la campanilla!… Ya estaba próxima, y se acercaba cada vez más. Se incorporó; lanzó un grito, pero en el cuarto no se oyó nada… sólo un silencio de muerte, un silencio que crecía, un silencio que se espesaba. Se precipitó hacia los soldados: estaban sentados ante su tablero, inmóviles, mirándose con los ojos fijos. Les gritó, los sacudió: estaban como helados…
Después dijeron que habían oído la campanilla y el grito de la joven, y que aun la habían sentido cuando los sacudió para tratar de despertarlos, y que, sin embargo, no habían podido moverse ni hablar. A partir de ese momento dejaron de oír y de ver: un sueño negro se había apoderado de ellos.
Al alba, al entrar en la cámara nupcial, el samurai vio a la mortecina luz de una lámpara el cadáver decapitado de su joven esposa, que yacía en un charco de sangre. Los dos guerreros dormían aún, acuclillados ante la partida inconclusa. Al oír el grito de su amo, se incorporaron de golpe y se quedaron mirando estúpidamente aquel horror que yacía a sus pies.
La cabeza no aparecía; y la espantosa herida mostraba que no había sido cortada de un tajo, sino arrancada. Un reguero de sangre iba desde la cámara hasta un ángulo de la galería exterior, donde las guardapuertas parecían haber sido rasgadas. Los tres hombres siguieron el rastro, se internaron en el jardín, atravesaron cuadros de césped y espacios enarenados, contornearon un estanque bordeado de lirios, pasaron bajo densos ramajes de cedros y bambúes. Y de pronto, en un recodo, se hallaron cara a cara con una cosa de pesadilla, que chirriaba como un murciélago: la figura de una mujer sepultada mucho tiempo atrás, erguida ante su tumba; en una mano una campanilla, en la otra la cabeza ensangrentada. Por un instante permanecieron los tres aturdidos. Después, uno de los soldados desenvainó la espada, pronunciando una invocación budista, y asestó un golpe a la aparición, que se desplomó instantáneamente, en desarticulado montón de trozos de sudario, cabellos y huesos, al tiempo que de esa ruina se desprendía la campanilla, rodando y tintineando. Pero la descarnada mano izquierda, aun después de cercenada la muñeca, seguía retorciéndose, desgarrando y lacerando, como las pinzas de un cangrejo amarillo tenazmente clavada en una fruta caída…
(—Esa es una historia perversa —dije al amigo que me la había contado—. La venganza de la muerta, en caso de cumplirse, debió recaer sobre el hombre.
—Eso creen los hombres —repuso él—. Pero no es lo que siente una mujer.
Y tenía razón.)

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