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Luna de los salares (Relato 2) - Hugo Covaro

Portada del libro luna de los salares de hugo covaro
Hugo Covaro es poeta, narrador y compositor de la Patagonia argentina.
El relato que aquí se presenta fue tomado de su libro Luna de los salares, 1985, edición del autor.

 

Relato 2

Nada de lo que pasaba veía. Desde sus ojos baldíos la muerte, en una resolana brumosa, se trepaba a los rostros tristes de los paisanos para velarle la memoria. Con todo el cielo encima, en la estrecha zanja tajeada al salitre, dormía. Sólo recordaba el nombre de Margarita Antifil rondándole la boca como una mariposa y el aroma a ciprés que salía de su pollera, roja como una herida.
Fue para el catán cahuín de la más chica de los Curinao que la vio por primera vez.
—Qué mujer, señor, pa' mi ruca.
Se le ponía ancha la alegría de pensarlo.
Ahora, la tierra gredosa le caía sobre los huesos, de a pedazos, en minúsculos derrumbes. Ni siquiera veía la sombra de Gregorio Melipil elevando un pesado ruego que apenas alcanzaba la altura de un hombre.
Nada de lo que pasaba veía. Sólo recordaba que la muerte había llegado de golpe, en un corto escalofrío, en lo que tarda un cuchillo en salir de su vaina buscando otra. Un tajo hondo, preciso, le ensanchó un río de crecidas enturbiándole la mirada, poniéndole espumas de viejos frenos masticados en la boca. Esa muerte que aferrada a sus entrañas se hizo un río incontenible.
Tres paisanos lo sacaron al camino, entre el griterío de la gente. Él ya no oía. Las figuras se estiraban, deformándose, como agua golpeada de pronto. Por el polvo machacado de pezuñas, una culebra húmeda despielaba su miedo. Un oscuro silencio le apagó la última mirada.
Nadie pudo decirle que esos ojos negros tenían dueño. El mismo dueño de ese cuchillo que le había abierto la brecha por donde se le fue la vida, río abajo de los sueños. Nadie pudo decirle que la muerte lo esperaba, paciente y huesuda, a orillas de la laguna donde su nombre sería sólo una cruz de leña muerta. Nadie.
Por los fragantes rincones de la ramada, como un ciego, a tientas, anda el canto del muerto buscando salida…

Currí ñe, currí ñe,
eluen ñi piuqué.
Amutui tañi ruca,
curri ñe, curri ñe.

[Ojos negros, ojos negros,
dame tu corazón.
Vamos para mi casa,
ojos negros, ojos negros.]

Nada de lo que pasaba veía. Sólo recordaba, pájaro la risa, bajo un sol cortejado por la sombra de los pinos, un nombre de mujer y dos ojos negros apuñaleándole la ternura.
Esto, que ahora es sólo una salada palabra.

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