El pequeño príncipe era caprichoso y malo. Había que darle todos los gustos porque el rey, su padre, decía que no se le debe negar nada al hijo de un rey.
Un día, el príncipe ordenó:
—Que me traigan el arco y las flechas.
— ¿Para qué? —preguntó su padre.
—Para hacer puntería sobre aquel pastor que está parado en la colina.
Pero al poco rato, vio al mago del reino, que entraba al palacio con su traje brillante.
— ¡Quiero ese traje!
—Es muy grande para ti —contestó el mago.
—A mí no me importa. Dámelo ahora mismo o pediré otra cosa, que será peor para ti.
—Pide más bien otra cosa.
—Pediré entonces tu piel, para hacerme unas botas.
El mago se puso pálido.
—Te daré mi traje —dijo, sacándoselo a toda velocidad.
Pero el príncipe ya no tenía interés en el traje.
— ¡Tendré las botas de piel de hombre! ¡Nada se le puede negar al hijo del rey!
Y comenzó a dar unos gritos tan fuertes que vino corriendo el rey.
— ¿Qué te pasa ahora?
—Quiero la piel del mago para hacerme unas botas.
—Bueno, habrá que despellejarlo —dijo el rey con la mayor tranquilidad y tocó una campana, llamando a los verdugos.
Pero el mago se escapó del palacio por una ventana. El susto le puso alas en los pies y no lo pudieron alcanzar.
El príncipe estaba furioso, pero a las pocas horas volvió a interesarse por la ropa del mago. Se la probó y, aunque le quedaba muy grande, se paseó con ella por el corredor de los espejos, haciendo gestos de mago.
Pero, ¡cosa rara!, la ropa se estaba encogiendo.
— ¡Quítatelo! No te olvides que es el traje de un mago... — le dijo el rey, asustado.
El príncipe tuvo miedo y trató de desvestirse, pero no pudo. Su padre quiso ayudarlo, pero tampoco pudo. Ahora el traje estaba tan ajustado que apenas lo dejaba respirar. Y seguía encogiéndose. El príncipe empezó a gritar. El rey, desesperado, llamó a los hombres más forzudos de la guardia y les ordenó desvestir al príncipe, pero ninguno pudo.
— ¡Rompan el traje! —gritó el rey.
Pero nadie fue capaz de romperlo.
—Yo lo rasgaré con mi espada —dijo un oficial de la guardia.
Pero la espada se hizo pedazos y el traje continuó encogiéndose. Finalmente, el príncipe cayó desmayado.
— ¡Mi hijo se muere!.. ¡Auxilio! —gritaba el rey, con lágrimas en los ojos.
Entonces, el consejero del monarca dijo:
—Hagan volver al mago. Es el único que puede salvarlo.
Mil servidores, montados a caballo, salieron a buscar al mago y lo trajeron encadenado.
— ¡Maldito, sácale ese traje al príncipe o te haré cortar la cabeza!.. —rugió el rey.
Pero el traje se encogió más.
El rey sacó su espada y apuntó con ella a la garganta del mago.
— ¡Por las malas no vas a conseguir nada! ¡Mira cómo se encoge el traje!...
Y el traje se encogió tanto que crujieron los huesos del príncipe.
— ¡Piedad! —gritó el rey al ver aquello—. ¡Salva a mi hijo y te haré el hombre más rico del reino!...
—Está bien que cambies de tono —dijo el mago, tranquilamente—. Pero las riquezas que me ofrece no salvarán al príncipe.
—Entonces, ¿qué debo hacer para salvarlo?
—Remediar todo el daño que él hizo.
—Lo haré —dijo el rey—. Pero sálvalo.
—Yo no puedo salvarlo, todo depende de ti —contestó el mago.
Entonces el rey llamó a sus ministros.
—Ordeno que se remedien todos los daños que causó el príncipe a la gente del reino.
El traje dejó de encogerse, pero no volvió a su estado normal.
— ¿Por qué no se estira, si ya ordené lo que pedías?
—Es que algunos males no tienen remedio.
— ¿Entonces mi hijo morirá estrangulado por el maldito traje?
—No morirá. El traje se irá abriendo con cada buena obra que realice.
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