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Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza - Fernando Sorrentino

Portada del libro existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas
Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Ha escrito novelas, cuentos, y libros para niños y/o adolescentens. Algunos de sus libros son La corrección de los corderos y otros cuentos improbables (cuentos), Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas (cuentos), Sanitarios centenarios (novela), Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (entrevistas).
El cuento que aquí te presentamos pertenece al libro Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza, Ed. Carena.

Existe un hombre que tiene la costumbre...

Cuento de Fernando Sorrentino tomado del libro "Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza", Ed. Carena, 2005.
Existe un hombre que tiene la costumbre de pe­garme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba le­yendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado en un banco del bosque de Palermo. De pronto sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánica e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de in­dignación: él siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: imperturbable y se­reno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un puñetazo en el rostro. El hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo, al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y vol­vió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la ca­beza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, tuve lás­tima de ese hombre y sentí remordimientos por haberlo golpeado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, por completo indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a in­tervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza.
Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo pun­tualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando en vano de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y re­soplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a co­rrer así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: “Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza”. Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.



Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasa­jeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una car­cajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé —bajamos— en el puente del Pacífico. Íba­mos por la avenida Santa Fe. Todos se daban vuelta es­túpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: “¿Qué mi­ran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?”. Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos empezaron a seguirnos, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise ce­rrarle bruscamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y —Dios me perdone— hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes con mansedumbre, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. En fin, esa certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los dos estemos muertos, no se­guirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. De to­dos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, en los últimos tiempos he com­prendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, me hostiga cierto presenti­miento. Una nueva angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.

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