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El bergantín holandés - Apollinaire

Imagen de guillaume apollinaire
Guillaume Apollinaire (1880-1918):  narrador y poeta francés, perteneciente al Dadaísmo. Fue el primero en usar el término "surrealista", y lo hizo en referencia a su drama Las tetas de Tiresias. Su libro más conocido es Caligramas: un conjunto de poemas en donde lleva a los límites la experimentación formal, anticipando la escritura automática del surrealismo.
El cuento "El bergantín holandés" (o, según otras versiones, "El mono y el loro", título bastante más adecuado para este relato) fue tomado de Cuentos breves para leer en el bus 1, Ed. Booket.

El bergantín holandés

El bergantín holandés Alkmann regresaba de Java, cargado de especias y otros productos preciosos.
Hizo escala en Southampton, y se les dio permiso a los marineros para que descendieran a tierra.
Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono en el hombro derecho, un loro en el izquierdo y, cruzado en el pecho, un fardo con tejidos hindúes que tenía intención de vender en la ciudad, al igual que los animales.
Era el comienzo de la primavera, y aún anochecía temprano. Hendrijk Wersteeg caminaba con paso tranquilo por las calles casi brumosas apenas alumbradas por las luces a gas. El marinero pensaba en su próximo retorno a Ámsterdam, en su madre, a la que no había visto en tres años, en su novia, que lo esperaba en Monikendam. Calculaba mentalmente cuánto dinero obtendría por los animales y las telas, y buscaba un negocio donde vender sus exóticos productos.
En Above Bar Street, un señor se le acercó y le preguntó muy correctamente si estaba buscando comprador para su loro.
—Este pájaro —dijo— me vendría bien. Necesito alguien que me hable y al que no tenga que responderle, pues vivo completamente solo.
Al igual que la mayoría de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Fijó un precio con el que estuvo de acuerdo el desconocido.
—Sígame —dijo este último—, vivo bastante lejos. Usted mismo colocará al loro en una jaula que tengo en mi casa. Una vez allí podrá mostrarme sus telas, y quizá encuentre alguna de mi gusto.
Feliz por la oportunidad, Hendrijk Wersteeg siguió al caballero a quien, con la esperanza de vendérselo también, le alabó el mono, que pertenecía —según él— a una raza muy rara, cuyos ejemplares soportan bien el clima de Inglaterra y se encariñan mucho con su amo.
Pero pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. En vano gastaba sus palabras: el desconocido no sólo no le contestaba, sino que ni siquiera parecía escucharlo.
Continuaron caminando en silencio, uno al lado del otro. Solos, evocando sus bosques en los trópicos, el mono, asustado por la bruma, lanzaba de vez en cuando gritos similares a los gemidos de un recién nacido, y el loro batía las alas.
Después de una hora de camino, el desconocido dijo bruscamente:
—Estamos cerca de mi casa.
Habían dejado la ciudad. La ruta estaba protegida por grandes parques rodeados de rejas. Por momentos se veían brillar, a través de los árboles, las ventanas iluminadas de alguna casa de campo, y en la lejanía se escuchaba, a intervalos, el lúgubre llamado de una sirena en el mar.
El desconocido se detuvo frente a una verja, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió la puerta, que cerró apenas Hendrijk traspuso el umbral.
El marinero estaba impresionado: podía ver en el fondo de un jardín una pequeña quinta de bonita apariencia, pero cuyas cortinas entornadas no dejaban pasar la luz.
El desconocido silencioso, la casa sin vida: todo parecía demasiado siniestro. Pero Hendrijk recordó que el caballero vivía solo.
«Es un excéntrico», pensó, y como un marinero holandés no es tan rico como para que alguien pretenda robarle, tuvo vergüenza de su inquietud.
—Si tiene fósforos, ilumíneme —dijo el desconocido mientras introducía la llave en la cerradura de la puerta de la casa.
El marinero obedeció y una vez en el interior el desconocido encendió una lámpara, que iluminó de súbito un salón amueblado con buen gusto.
Hendrijk Wersteeg se sintió completamente tranquilo. Tenía la esperanza de que su extraño amigo le comprara una buena cantidad de telas.
El desconocido, que había salido del salón, regresó con una jaula.
—Ponga aquí a su loro —dijo—, no lo colgaré en el gancho hasta que se haya acostumbrado y sepa decir lo que quiero que diga.
Luego, después de cerrar la jaula ante el terror del pájaro, pidió al marinero que tomara la lámpara y que pasase a la habitación contigua donde encontraría, según dijo, una mesa adecuada en la cual podría mostrar sus telas.
Hendrijk Wersteeg obedeció, y fue a la habitación que le indicaban. Oyó enseguida que la puerta se cerraba detrás de él y que alguien giraba la llave. Estaba prisionero.
Desconcertado, colocó la lámpara sobre la mesa y quiso abalanzarse contra la puerta para tirarla abajo. Pero una voz lo detuvo.
—Un paso más y lo mato, marinero.
Hendrijk levantó la cabeza y vio, a través de un tragaluz que no había notado antes, el cañón de un revólver dirigido hacia él. Muerto de miedo, no dio un paso más.
No podía defenderse: su cuchillo no le serviría en esas circunstancias, e incluso un revólver le hubiera sido inútil. El desconocido se mantenía a salvo detrás de la pared, a un lado del tragaluz desde donde vigilaba al marinero, y por el cual pasaba sólo la mano que sostenía el arma.
—Escúcheme con atención —dijo el desconocido— y obedezca. El servicio forzado que me va a proporcionar tendrá su recompensa. Pero usted no tiene alternativa. Necesito que me obedezca sin titubeos, o lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa... Allí hay un revólver de seis tiros, cargado con cinco balas. Tómelo.
El marinero holandés obedeció casi sin pensar. El mono, sobre su hombro, lanzaba gritos de terror y temblaba. El desconocido continuó.
—Hay una cortina al fondo de la habitación. Ábrala.
Así lo hizo y notó que estaba en una alcoba. Vio, sobre un lecho, atada de pies y manos, amordazada, a una mujer que lo miraba con ojos de desesperación.
—Desate los nudos de esa mujer —dijo el desconocido— y quítele la mordaza.
En cuanto llevó a cabo la orden, la mujer, muy joven y de admirable belleza, se arrojó de rodillas ante el tragaluz y gritó:
—¡Harry, qué infame emboscada! Me trajiste a esta casa de campo para asesinarme. Pretendiste haberla alquilado para que pudiéramos estar juntos por primera vez desde nuestra reconciliación. Creí que te había convencido. ¡Pensaba que estabas seguro de que yo jamás fui culpable! ¡Harry! ¡Harry, soy inocente!
—No te creo —dijo secamente el desconocido.
—¡Harry, soy inocente! —repitió la joven mujer, con voz ahogada.
—Ésas serán tus últimas palabras. Las tendré presentes. Me las repetiré durante toda la vida. —La voz le tembló un poco al desconocido, pero pronto recuperó su firmeza—. Porque aún te amo —agregó—; si te amara menos, te mataría yo mismo. Pero eso me sería imposible, porque te amo... Ahora, marinero, si antes de que cuente hasta diez no le ha disparado una bala en la cabeza a esa mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres...
Y, antes de que el desconocido tuviera tiempo de contar hasta cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó a la mujer que, aún de rodillas, lo miraba fijamente. Ella cayó de cara contra el piso. La bala le había entrado por la frente. En ese mismo instante, un destello de fuego proveniente del tragaluz hirió al marinero en la sien derecha. Éste se desplomó sobre la mesa, al tiempo que el mono, lanzando gritos agudos de espanto, se escondía dentro de su chaquetón.


Al día siguiente, algunos caminantes que habían escuchado gritos extraños procedentes de una casa de campo en las afueras de Southampton llamaron a la policía, que no tardó en llegar para forzar las puertas.
Encontraron los cadáveres de la joven dama y el marinero.
El mono, saltando bruscamente del chaquetón de su amo, se arrojó sobre la cara de uno de los policías.
Todos se asustaron de manera tal que, dando unos pasos hacia atrás, lo mataron a tiros antes de que se atreviera a hacerlo de nuevo.
La justicia hizo el informe. Parecía evidente que el marinero había matado a la dama y se había suicidado después. Sin embargo, las circunstancias del drama parecían misteriosas. Los cuerpos fueron identificados sin problemas, y todos se preguntaron cómo lady Finngal, esposa de un par de Inglaterra, había estado sola en una casa de campo alejada con un marinero recién llegado a Southampton, apenas el día anterior.
El propietario de la casa no pudo dar ninguna información que aclarara el asunto. El lugar había sido alquilado ocho días antes de los sucesos por un tal Collins, de Manchester, a quien, por otro lado, no fue posible encontrar. El tal Collins llevaba anteojos y tenía una larga barba roja, tal vez falsa.
El caballero llegó de Londres a toda prisa. Adoraba a su mujer y daba pena ver su dolor. Igual que los demás, no comprendía nada de lo ocurrido.
Después de estos acontecimientos se retiró de la vida pública. Vive ahora en su mansión de Kensington, acompañado únicamente de un sirviente mudo y de un loro que repite sin cesar:
—¡Harry, soy inocente!

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