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El enemigo – Miguel Alfonseca

     Este hombre había muerto en silencio, con los ojos violetas por el crepúsculo, cada vez más tieso el puño izquierdo cerca de la pared cribada por las balas. Ninguno se atrevió a tocarlo – ni siquiera Sara- porque sentíamos su odio a pesar de haber muerto. Sentíamos odio vivía, que dormía tan sólo, en su cuerpo derribado, ensangrentado por nuestras armas. Había gravitado demasiado sobre nuestras vidas para terminar tan fácilmente, con sólo un charco de sangre en el asfalto mojado por la lluvia de primavera.

     Este cadáver con nombres y apellidos como los nuestros me llamaba la atención; jamás hubiera pensado, meses atrás, que terminaría a mis plantas bajo un cielo que la tarde empezaba a cerrar. Quizá no soy lo suficientemente listo para haberme dado cuenta, para haber comprendido que aun cuando no quisiéramos o pensáramos en ello, todo rodaría revolviendo las cosas hasta el punto de vista de los sucesos increíbles que sucedían.
    
     Después de todo, tal vez estábamos condenados –o estamos- a encontrarnos en esta situación desde antes que los senos de nuestras madres se secaran y empezara la tierra a moverse bajo nuestro huesos blandos; lo veía entrar del brazo de la muchacha atractiva a los restaurantes, o lo veía detenerse ante las puertas de los cinematógrafos y abrir la portezuela de su “Galaxie 500”, salir a la mujer, que parecía cosida a su cuerpo –tanto que me gustaba- y esbozar un vago saludo quizá porque yo era conocido en nuestro reducido medio intelectual, jamás pensé en el final de su destino. Recuerdo la importancia que adquirió en los últimos tiempos, así como la cabellera castaña que ondulaba a su lado, ¡la deseaba!

     Y este hombre estaba aparentemente acabado, mientras nosotros sentíamos una gran tranquilidad con su destrucción y también cierta inconfesable aprensión, cierta incertidumbre.


     Llevábamos más de un mes en eso de los tiros, los incendios, las matanzas, un buen día amanecimos armados y en nombre de las tradiciones cristianas, del hambre y la justicia; en nombre de los automóviles de precio prohibitivo y de los paseos por Europa y Norteamérica; en nombre de la redención de las mayorías de las casas con piscinas y de los ”Nights Clubs” y las chozas; en nombre del desempleo y la desesperación, de los helados y las playas divididas, del “scotch on the rocks” y de los “freezers” de trece pies cúbicos y de los fogones apagados y de los supermercados (no dogs allowed) y de los “cinco cheles de salchichón” y de los “bank”, las corbatas y las fotos en los periódicos de recepciones en varios idiomas, sobre todo en inglés, y de los marginados, buscábamos destruirnos.

     Olor a troncos podridos y a grasa subía por las calles ávidamente,  nos golpeaba y seguía adelante, a la toma de la ciudad, se mezclaba con el olor de madera quemada, a humo y escombros, que partía a de las aduanas, incendiadas en el último ataque a nuestras posiciones. Y ellos, revueltos con la brisa marina, nos definían, nos situaban en la geografía de la ciudad. Conservábamos las metralletas en manos, apuntando al enemigo. Sara adelantó una mano y despojó el cadáver del fusil reluciente que yacía mudo junto a su cadera. La guerra nos había templado. –Toda su vida fue un puerca- dijo Sara, escupiéndolo.

     Juan reaccionó, molesto. Yo no podía dar crédito a los que miraba. Me sorprendió ese acto espontáneo, sincero. Miré a Sara; su melena castaña se recogía en un moño, casi cubierta por una gorra verde olivo. Era hermosa Sara. Miré sus  formas dentro de la tela de fajina y por un momento sentí ganas de amarla, de amar su cuerpo duro, flexible, de estrechas espaldas y rostro limpio, maleable, capaz de adquirir la más feroz de las expresiones.

-Déjalo –exclamó Juan-. Ya está muerto. Debemos respetar a los muertos. Pertenecen a Dios.

-Es un enemigo. Uno de los peores –explotó Sara-. ¡Como se ve que eres religioso! –su boca se alargó en una sonrisa, endureciendo sus ojos amarillos haciéndolos brasas en la penumbra que caía sobre nosotros.

-Está bien –dijo-. No empiecen a discutir de nuevo. Me sentía cansado de repente. Cansado y triste. Miraba los ojos azules de ese hombre, vidrioso y opaco. En el izquierdo la sangre cubría todo el globo blanco y unía con mancha en su cabeza color yerba seca. Me pareció un chivo, o un cerdo, que han matado con disparos escopetas, reventándoles los ojos los pequeños perdigones.






     Esta guerra a veces parece un juego al escondite. Matar es como tirar pajarillos de latón que se mueven estúpidamente dentro de la caja de madera y de cristal deprimentemente coloreada, resabio de un mundo afanado por sobrevivir, como los tiovivos que ya sólo existen en los barrios miserables. Si los “Tiro al blanco” estuvieran adornados con figuritas de hombre, indefensas y policromas, dando paseítos circulares ante los ojos de los que acechan con el párpado izquierdo o el derecho,  entornados, las manos agarradas con amor al arma que gira, su éxito seria centuplicado. Siempre resulta más emocionante tumbar un hombre que se mueve, se encoje salta y grita –sobre todo grita- que un pobre par de alas derribadas por el simple gozo del deporte.

-Yo lo respeto –dije-. Era un verdadero enemigo. Creía en lo que hacía. Mataba convencido de que tenía que hacerlo para su bien y el de los suyos. No me gusta cuando tumbo algunos de esos pobres ignorantes que actúan como reses, sin saber lo que defienden ni a quienes defienden.

-¿Cómo habrá llegado hasta aquí? –preguntó Juan.

-Fácil –le contesté. Desde que los yanquis controlan la parte norte del muelle pueden colar algunos enemigos. Él vino por ahí. Pero, ¿por qué vendría? Debió saber que esto era una ratonera.

     Busqué la mirada de Sara, quien observaba el cadáver con insistencia. Desvió su cabeza al sentirme volviéndola hacia el muelle, subiendo la mirada por encima de las casas, fría e impersonal.

-Quizá lo mandaron a matar a alguien- habló Juan nuevamente.

-No creo que lo mandaran. Era un tipo muy importante para recibir órdenes. ¿No crees, Sara?

     Su cabeza se volvió lentamente y sus ojos parecieron odiarme por un segundo.

-¿Qué te pasa conmigo? –su voz restalló hoscamente-. Soy una verdadera militante. Él era un enemigo y ya. Eso es todo.

     Con una repentina sensación de abandono, como si quisiera marcharme tranquilamente a mi casa y sentarme a leer en el patio, acompañado sólo de las moscas y de esas tablas viejas, parduscas, roídas por los años y las lluvias, bajo la sombra con la que entraba el crepúsculo, resaltando la enredadera, haciéndola de un ver fosfórico, me volví a Juan.

-El primer disparo casi me mata –le dije-.

-Tan descuidados que estábamos los tres, sentados en el zaguán. Pero fue a ti a quien disparó.

-¿Por qué iba a ser así? –Casi gritó Sara-.

     Fue a cualquiera de nosotros.

-Vámonos –argüí  velozmente, suspirando.

     Miré por última vez aquel cuerpo donde media docena de heridas hacían brillar la ropa, mezcla de lluvia y sangre.

     Está bien Vámonos –asintió Sara-. Los compañeros deben saber la buena nueva.
La noche se avecinaba cenicienta y fresca. Empezaron a aparecer hombres y mujeres armados, mugrientos y alegres; el centro de la ciudad artillado en todos los rincones. Ya todos sabían el origen de los disparos que rompieron la calma de la tarde también el resultado del asunto. Sara buscó mis ojos dulcemente y pasó un brazo por mi cintura. La besé y una de mis manos quedó colgando sobre sus hombros.

-¿Nos vamos al colmado?

-No – respondió-. Tengo que hacer algo. Nos veremos allá dentro de un rato.
-¿Adónde vas?

-Allí. Tengo que… ver a un compañero.
-Te acompaño.

-No es necesario. Es cuestión de minutos.

-Bueno, si no te importa… ven.

     Dos muchachos habían apartado las cartucheras y alguien portaba el fusil automático mientras otros dos rociaban gasolina al cuerpo. Antes de que los fósforos aparecieran, se escuchó la voz de Sara.

-Un momento compañeros.

     Buscó en los bolsillos traseros del uniforme manchado hasta que en sus manos apareció una abultada billetera. Los dedos femeninos extrajeron algo con pericia mientras con un movimiento la cabeza castaña ordenaba el fuego. Cuando la pira comenzaba a cobrar fuerza Sara arrojó algo las llamas y volvió a mi lado, extrañamente entregada. Lancé la mirada a la pira humana: se quemaba una foto en la cual una pareja se sonreía amorosamente.

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