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El traje invisible - Hans Christian Andersen

Cuento de Andersen

En una comarca de Italia hubo un gran duque tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba enormes sumas en vestirse. Cuando pasaba revista a su ejército o cuando iba a un teatro o de paseo, su principal cuidado era que le viesen elegante. Cambiaba de traje cinco o seis veces al día, y así como se dice de un rey: «Está en Consejo de Ministros», se decía de él: «El gran Duque está en su guardarropa.» La capital era un pueblo alegre y animado visitado por muchos extranjeros. Un día llegaron a ella dos bribones, que dijeron ser tejedores y declararon que sabían tejer la tela más hermosa del mundo. No sólo los colores y el dibujo eran de belleza sin igual, sino que los vestidos hechos con aquella tela poseían una cualidad maravillosa: se hacían invisibles para los pillos y los tontos.
—Esa tela es de inmenso valor —pensó el gran Duque—: gracias a ella, podré conocer a los pícaros que intervienen en mi gobierno, y sabré distinguir a los listos de los tontos. ¡Es necesario que tenga cuanto antes un traje de esa tela!
Llamó enseguida a los dos bribones, y sin regatear precios les entregó una gran cantidad a fin de que pudiesen poner inmediatamente manos a la obra.
Los dos pícaros prepararon, en efecto, dos telares e hicieron como que trabajaban, aunque lo cierto era que nada absolutamente había entre las brocas.
Muy a menudo pedían seda fina y oro magnífico en grandes cantidades; pero todo esto lo reducían a dinero, y hacían como que trabajan hasta media noche con los telares vacíos.
—Es necesario que yo sepa cómo adelanta la obra —dijo un día el gran Duque.
Pero no dejó de asustarse al pensar que los pillos y los tontos no podían ver la tela. No era esto que dudara de sí mismo; pero como a Seguro llevan preso, creyó prudente enviar delante de él a alguien que examinase el trabajo. Había corrido ya entre todos los habitantes de la población la noticia de las propiedades maravillosas de la tela, y todos estaban impacientes por saber hasta qué punto eran pillos o tontos sus amigos y vecinos. No hay para qué añadir que en particular cada cual se creía un portento de virtud e ingenio.
—Voy a mandar a mi primer Ministro para que me saque de dudas —pensó el gran Duque—. Él es el que mejor puede juzgar la tela, pues se distingue tanto por su talento como por su honradez.
El Ministro entró en la sala donde los dos pícaros hacían como que trabajaban con los telares vacíos.
—¡Dios mío —pensó, abriendo los ojos todo cuanto pudo—, no veo nada!
Pero se guardó muy bien de hablar en voz alta.
Los dos tejedores le invitaron a aproximarse, y le pidieron su opinión acerca del dibujo y los colores. También le enseñaron los telares, describiéndole una por una sus piezas, y el Ministro quedó sin saber qué hacer, porque, como allí no había nada, nada veía. Como al mismo tiempo debía de remorderle la conciencia por algunos pecadillos cometidos en el ejercicio de su cargo, hizo de tripas corazón, y se resolvió a fingir que lo veía todo.
—¿Qué opina el señor Ministro de nuestro trabajo? —dijo uno de los tejedores.
—¡Me parece encantador, verdaderamente encantador! —respondió el ministro poniéndose los anteojos—. Este dibujo y estos colores son de lo mejor que he visto. Voy a dar la enhorabuena al gran Duque, pues nunca se habrá visto tan bien vestido.
—¡La opinión del señor Ministro es para nosotros muy honrosa! —dijeron los dos tejedores.
Y se pusieron a enseñarle colores y dibujos que no existían, dándoles nombres.
El Ministro puso la mayor atención, a fin de acordarse y poder repetir al gran Duque todas aquellas explicaciones.
En cuanto a los dos pícaros, no hay para qué decir que continuaban pidiendo plata, seda y oro, pues aseguraban que se necesitaba una cantidad enorme para aquel traje; bien entendido que ellos se lo embolsaban todo. El telar estaba vacío, y continuaban haciendo que trabajaban.
Pasados algunos días el gran Duque envió otro alto funcionario para examinar la tela y ver si se concluía. Le sucedió al nuevo emisario lo mismo que al Ministro: miró y remiró; pero no vio nada.
—¿No es verdad que el tejido es admirable y que los colores se combinan perfectamente? —preguntaron los dos tunantes, mostrándoles el soberbio dibujo y los magníficos colores que no existían.
—Yo no soy necio —pensó el alto empleado—; al contrario, creo que me paso de listo en el desempeño de mi cargo, y quizá por eso no veo la tela. ¡Pero Dios me libre de darlo a entender!
Enseguida hizo grandes elogios de la tela, y manifestó su admiración por la elección de los colores y por el dibujo.
—¡Es de una magnificencia incomparable! —dijo al gran Duque.
Y por toda la población se habló de la belleza de aquella tela extraordinaria.
Por fin, el mismo gran Duque no pudo resistir al deseo de ver su traje que ya debía de tocar a su fin. Acompañado por un brillante séquito de personas distinguidas, entre las cuales se encontraban el Ministro y el alto funcionario, se dirigió al sitio en que los astutos fulleros hacían como que tejían, pero sin hilo de seda, ni de oro, ni ninguna clase de hilo.
—¿No es verdad que esto es precioso? —dijeron los altos empleados—. El dibujo y los colores harán resaltar admirablemente la natural elegancia de Vuestra Alteza.
Y señalaron con el dedo el telar vacío, como si los demás pudieran ver alguna cosa.
—¿Qué es esto? —pensó el gran Duque asustado—. ¡Nada veo! ¡Esto es terrible! ¿Acaso seré un pillo? ¿Acaso seré un necio incapaz de gobernar? ¡Nunca pude sospechar tan espantosa desgracia!
Después de algunos momentos de reflexión tomó su partido y exclamó:
—¡Esto es magnífico, verdaderamente digno de mí, y con gusto manifiesto mi satisfacción a estos hábiles tejedores!
Movió la cabeza con aire satisfecho y miró el telar haciendo frecuentes signos de aprobación. Todas las personas de su séquito miraron lo mismo unos después de otros; pero sin ver nada, y temiendo que se les tachase de pícaros o necios, repetían como el gran Duque: «¡Esto es admirable!»; y hasta le aconsejaron que no dejara de vestirse con aquella nueva tela en la primera gran procesión que había de celebrarse.
—¡Es bellísima! ¡Es encantadora! ¡Es admirable! ¡No cabe mayor brillantez y hermosura! —exclamaban todas las bocas. Y la alegría era general.
Los dos pícaros que hacían de tejedores fueron agraciados con grandes cruces, y recibieron el titulo de gentileshombres y de tejedores de cámara.
Durante toda la noche anterior al día de la procesión estuvieron velando y trabajando alumbrados por espléndidos candelabros. Todo el mundo aparentaba que veía su trabajo. Por fin hicieron como que quitaban la tela del telar; cortaron en el aire con grandes tijeras, cosieron con una aguja sin hilo, y después de esto declararon que el vestido estaba concluido y en disposición de probarse.
Seguido de su corte, el gran Duque fue a examinar su traje, y los fulleros, levantando un brazo en el aire como si tuvieran en él alguna cosa, decían:
—Aquí está el pantalón; aquí la casaca, aquí el manto. A pesar del mucho oro y seda que tiene, es ligero como una tela de araña. No hay temor de que le pese a Vuestra Alteza sobre su cuerpo; y esta falta de peso es una de las más recomendables cualidades de esta tela.
—¡Es verdad! ¡Parece maravilloso que pese poco una tela de tan soberbio aspecto! —respondieron los cortesanos.
—Si Vuestra Alteza nos hace el honor de desnudarse —dijeron los bribones—, le probaremos el vestido delante del espejo grande.
El gran Duque se desnudó, y los falsos tejedores hicieron como que le presentaban una prenda después de otra. Le cogieron el cuerpo como para ajustarle alguna cosa. Se volvió y se revolvió delante del espejo; pero a pesar de que abría y guiñaba los ojos, sólo se veía en ropas menores.
—¡Qué hermosura! ¡Qué magnificencia! ¡Qué corte tan elegante! —exclamaron todos los cortesanos—. ¡Qué dibujo! ¡Qué colores! ¡Qué traje tan precioso!
El gran maestro de ceremonias entró.
—El palio bajo el cual Vuestra Alteza debe asistir a la procesión está en la puerta —dijo.
—¡Bien; estoy dispuesto! —respondió el gran Duque—. ¡Creo que estoy bastante bien así!
Y al decirlo daba diente con diente, porque el día estaba más fresco que lo acostumbrado.
Volvió a mirarse de reojo ante el espejo, y, por fin, marchó con ademán altivo.
Los funcionarios palaciegos que debían llevarle la cola hicieron como que recogían alguna cosa del suelo; después levantaron las manos: antes se hubieran dejado hacer trizas que declarar que no veían absolutamente nada.
Mientras que el Duque, estornudando y tosiendo, caminaba entre orgulloso y mohíno con paso majestuoso en la procesión bajo su magnífico palio, todos los hombres en la calle y desde las ventanas exclamaban: «¡Qué traje tan rico y bello, y qué graciosa es la cola! ¡Qué corte tan perfecto!» Ninguno quería declarar que no veía nada; pero muchos ahogaban con trabajo la risa que les retozaba en los labios, al ver lo que realmente veían en vez de traje.
El que hubiese dicho la verdad habría sido declarado necio o incapaz de desempeñar su empleo por pícaro; así es que nunca los trajes del gran Duque habían excitado semejante admiración.
—¡Ay, cómo va el gran Duque! ¡Está en camisa! —dijo a voces un niño pequeño.
—¡Dios mío! ¿No oís la voz de la inocencia? —dijo el padre.
Y en breve empezó a murmurar la multitud, repitiendo las palabras del niño.
—Hay un niño que dice que el gran Duque no lleva vestido ninguno.
—¡Tiene razón ese niño; estábamos confundidos! —decían otros más resueltos.
—¡No hay tal traje! —exclamó al fin todo el pueblo.
Al oír estos clamores el gran Duque se mordió los labios, porque le parecía que la gente tenía razón. Sin embargo, no quiso darse por vencido, y pensó:
—De cualquier modo que sea, ya que he empezado, es necesario que continúe hasta el fin; porque volverse atrás significaría que soy realmente tonto de capirote.
Enseguida se enderezó con más orgullo que antes; estornudó y tosió con más fuerza que nunca, y los cortesanos siguieron haciendo como que llevaban con respeto la cola de aquel manto que nadie veía.
Tampoco vio nadie en adelante a los falsos tejedores, que, apenas comenzada la procesión, habían huido de la ciudad con toda la rapidez de sus piernas y bien repletos de dinero.

Fuente: de Cuentos de Andersen, Grimm y Hoffmann, Ed. Club Internacional del Libro

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