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El imaginero - Manuel Mujica Lainez

Cuento de Manuel Mujica Lainez

1679

Manuel Couto regresó a Buenos Aires presa de una obsesión que le trastornó el ánimo. Había permanecido cinco años en los calabozos del Santo Oficio de Lima. Fueron cinco terribles años, durante los cuales su razón, de suyo dada a la fantasía, se extravió lentamente. Por acusaciones de una mestiza y un negro, sus criados, había sido enviado a esas crueles cárceles. Los servidores se amaban en secreto y como el imaginero comenzó a perseguir a la mocita, resolvieron deshacerse de él tachándole de hereje. El portugués no tuvo defensa. Era cierto que para terminar la escultura de Nuestra Señora de la Concepción se había sentado sobre la talla y que, ante las hipócritas recriminaciones de la mestiza, le había respondido que no se preocupara, que aquella era una perdida como ella. Golpeando el madero, añadió: «Esto no es más que un pedazo de palo». Era cierto también que en otra oportunidad, hallándose enfermo, blasfemó contra la Virgen, pues no aplacaba sus dolores. Cierto y muy cierto, para su desgracia. Los jueces y comisarios eclesiásticos de Buenos Aires se negaron a escucharle, cuando protestó de su inocencia y juró su condición de cristiano viejo. La sola circunstancia de ser portugués, natural de San Miguel de Barreros cerca de Oporto, fomentaba la sospecha de su judaísmo. De nada le valió su buena amistad con el gobernador don José Martínez de Salazar, quien en 1671 le había confiado la ejecución del Santo Cristo que donó a la Catedral de Buenos Aires. Secuestraron sus bienes y le mandaron al Perú, como un fardo. Allí le tomaron declaración muchas veces y por fin le sometieron a tormento, poniéndole en la cincha. Naturalmente, confesó cuanto quisieron y salió por las calles, a horcajadas en un burro, vistiendo el sambenito amarillo y llevando en la diestra un cirio verde. El verdugo le dio doscientos azotes. Luego le condenaron a cuatro años más de presidio, en Valdivia, pero como había pasado varios en la Ciudad de los Reyes, logró esquivar ese encierro y volverse al Río de la Plata.
Lo extraño es que no alimentaba ningún deseo de venganza hacia sus entregadores. Éstos, por lo demás, habían desaparecido. Otra preocupación le guiaba, le encendía la mirada loca.
Está ahora en su taller, rodeado de imágenes. Va de la una a la otra, estudiándolas, pasando sobre las caras sus dedos trémulos. Ayer presentó a las autoridades la estatua de San Miguel que le encargaron para el Fuerte y por la cual le pagaron cien pesos redondos. Dos esculturas más, ya listas, con su policromía y sus ropas de lino y terciopelo, alzan los brazos implorantes junto a la ventana. Son dos apóstoles. Sobre un cofre hay cabezas de santos, barbadas, trágicas, las mejillas surcadas de lágrimas y de arrugas. Hay en otro el boceto de un calvario. En un rincón apílanse los troncos de cedro, de naranjo, de algarrobo, de lapacho, de urunday, que utilizará en trabajos futuros.
Da lástima verle, de tan macilento. Ha traído de Lima la costumbre de hablar solo, por lo bajo, a causa de la larga soledad. Ha traído también una mujer joven, muy blanca, que le sirve de modelo, le cocina y le limpia la habitación. Es la única que entra en el taller. Muy de tarde en tarde, anuncia a algún señorón porteño que acude con un encargo.
La mujer se llama Rosario y es hermosa.
La obsesión de Miguel Couto nació en su celda limeña. Durante un lustro, el cuitado imaginero no vio más ser viviente que los familiares del Santo Oficio. Aparecían a horas absurdas, graves, engolillados; los dominicos, de blanco y negro; precedidos por un fragor de cerrojos. Le preguntaban esto y aquello y lo anotaban minuciosamente. Luego tornaban a interrogar. Sopesaban lo declarado en balanzas celosas. Se valían de mil artimañas para arrancarle una palabra hebrea, una frase en griego. ¡Cómo si conociera algo que no fuera el portugués y un mal castellano! Y siempre le hablaban del alma, enredándose en zarzales de teología: que si el alma nos ha sido infundida por un soplo de Dios; que si el alma es inmortal, y cuando nos mudamos en un despojo miserable, vuelve al seno divino; que si queda flotando, invisible, o viaja a las moradas absolutas a recibir castigo y premio; que si el alma sí, que si el alma no… ¡El alma! El portugués creyó a veces, en su delirio, que el alma se le iba a escapar de los labios. Los apretaba entonces y juntaba las palmas en angustiada oración. O si no, en mitad de la noche oscurísima, temblando sobre el suelo duro, sentía alrededor un leve revoloteo, como de mariposas, como de silenciosos insectos. ¡Almas! La celda se llenaba de almas impalpables hasta que el amanecer asomaba en la altura de la reja.
Va a esculpir una talla nueva, pero no será un Cristo, ni un San Juan Bautista, ni una Magdalena, ni una Dolorosa. Será una talla que guardará para él. Si la vieran tendría que regresar a Lima, a la tortura, así que la ocultará como un avaro. Acaso esta obra, a diferencia de las otras, tenga alma, un alma, su alma. Después, el imaginero podrá morir.
Con el cuchillo filoso, comienza a raspar la madera blanda. Allí cerca, en cuclillas, Rosario borda. El artista no la necesita aún. Ella ni siquiera sabe qué resultará de la inspiración. Piensa que el tronco, casi tan blanco como su carne, se transformará en la Virgen de los Dolores, en la Virgen de la Paz… Y él, brillándole los ojos, hinca la hoja seguro.
Al cabo de una hora, cuando entra con el mate cebado, Rosario observa que la escultura tiene la traza de una mujer de pie, cuyos brazos se abandonan a lo largo del cuerpo. Manuel Couto da dos rápidas chupadas a la bombilla y ordena:
—Ahora desnúdate.
Enrojece la peruana. Es cosa que el maestro nunca le ha exigido. Todo se redujo a sentarse en el olear de los atavíos de pliegues geométricos, con un bulto que simulaba al Niño Jesús sobre las rodillas; o a soltarse el cabello y entornar los párpados, en la actitud de María de Magdala. ¡Pero esto! Enrojece y titubea.
Couto clava el cuchillo en la madera y repite, en un tono que no admite contestación:
—Desnúdate, mujer.
Rosario obedece con un suspiro y la presencia de su piel suavísima, surcada de venas celestes, torna más lúgubres las cabezas de los santos apóstoles, como si aquellas pupilas pintadas no resistieran la luz que despide su torso.
¿Eva? ¿Querrá el maestro labrar la imagen de Eva, madre de los mortales?
Rosario está de pie, desnuda, en el centro del taller. A lo largo de sus flancos reposan los brazos armoniosos. Tiemblan sus pechos gráciles.
Manuel Couto hunde el cuchillo en el leño elástico, cuyas vetas son como sutiles ríos de sangre azul.
Avanza la obra febrilmente. El escultor no descansa. A medianoche despierta a la muchacha, enciende unos gruesos cirios en el taller y reanuda la labor. Lo aguija la idea de no poder terminarla. Hasta entonces no dormirá tranquilo. Ha sido una semana de locura, pero falta poco. Ya se yergue en el aposento la figura de Rosario, con la boca entreabierta, con los brazos caídos en ofertorio, con el pecho breve y punzante. Jamás soñó Manuel que realizaría algo tan hermoso, tan verdadero.
Titilan las velas alrededor. Ahora, con sumo cuidado, el artista acuesta la estatua. Ha llegado el momento de policromarla. Mezcla los colores y, minuto a minuto, las fibras de la madera desaparecen bajo el pálido rosa, bajo el rojo que aviva los senos y los labios, bajo el verde que ilumina los ojos. Rosario contempla fascinada la operación. Detrás, en el chisporroteo de los pabilos, parece que los santos barbudos se inclinaran también.
Manuel Couto se ha sentado sobre el pecho de la escultura, para pintar el rostro.
Dice Rosario:
—¿Cómo os sentáis así sobre el cuerpo de nuestra madre Eva? ¿No es éste un gran pecado?
—¿Eva? ¿Y quién os ha contado que ésta es Eva? Ésta es sólo una perdida como vos.
El pincel queda inmóvil en el aire. De repente atraviesa la memoria del loco una escena idéntica a la que está viviendo. Es la que le precipitó en las mazmorras de Lima y le hizo sufrir las torturas de la Inquisición. La otra mujer, la mestiza, le había recriminado también que usara de la suerte, sin miramientos, de una talla…
El escultor se levanta de un brinco. En su puño relampaguea el cuchillo agudo con el cual fue arrancando las frágiles astillas. ¿Se propondrá esta hembra mandarle a presidio, como la otra? Pero, ¿por qué le persiguen así, por qué no le dejan en paz, si no busca guerra a nadie?
Rosario retrocede, asustada. En el ángulo de la habitación, los dos grandes apóstoles le cierran el paso. Grita de dolor, porque siente, entre los pechos, la hoja de metal que penetra y la sangre que mana a borbotones. Jadea desesperadamente, en el terror de la agonía.
El loco continúa de pie, saltándosele de las órbitas los ojos enormes. A un lado yace la mujer convulsa; al otro la que él esculpió, serena, con los brazos caídos que acompañan la línea del cuerpo.
Manuel no se demuda por el horror de su crimen. Su antigua obsesión se apodera de él. ¡El alma! ¡El alma de Rosario! No debe dejarla escapar. Debe cazarla al vuelo, como si fuera un pájaro, antes de que huya. Arrastra el madero tallado junto a la muchacha que casi no se mueve. Lo hace girar despacio, tomándolo por los hombros, hasta que la estatua cubre por completo a la moribunda y la desnudez viviente cede bajo el peso de la otra desnudez, ganada al tronco liso. Las bocas abiertas se rozan. No podrá seguir otro camino el alma volandera de Rosario.
La peruana esboza un rictus postrero y se estremece toda. El demente da un paso atrás y se seca el sudor frío que le baña las mejillas. Agitadas por el parpadeo de los cirios, las cabezas truncas de los santos le miran, amenazadoras, y los dos apóstoles oscilan como si se adelantaran hacia él, flotantes los ropajes bermejos. Empuja la mesa, para colocarla como un parapeto entre él y sus enemigos de madera y derriba los candelabros que caen con estrépito. ¿Y su última obra? ¿Acaso no se mueve también, en el suelo?
El fuego se adhiere a los mantos rojos y corre hacia la ventana. Manuel Couto vocifera y se golpea contra las paredes. Crepitan en torno, coléricos, los sacros personajes.
A la madrugada, los vecinos le hallaron, carbonizado, bajo las ruinas de su taller. Costó trabajo desembarazarle de los fragmentos de una estatua de mujer desnuda. Le tenía ceñido con los brazos de madera pulida; los brazos curvos, entreabiertos, alzados.

De Misteriosa Buenos Aires, Ed. Planeta