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Tanto lo querían – Rosa Julia Vargas

Rosa Julia Vargas: nació en Rep. Dominicana. Es Licenciada en Administración de empresa y Licenciada en Contabilidad por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. La novela con la cual inicia su faceta de narradora es El rastro de Caín (1998). Es fundadora y editora de la revista de difusión literaria Mythos, aparecida en 1999. Con su primer libro de cuentos obtuvo el premio de cuentos Jaime Colson del concurso Por nuestro país primero 2007 de la Fundación Brugal y la Sociedad Renovación. Varios de sus cuentos han sido recogidos antologías.

“Tanto la quería… que tardé en aprender a olvidarla diecinueve días”…, la esforzada voz de Sabina fue el último sonido musical registrado, disfrutado a buen volumen por todos los presentes después de estar todo el santo día anterior a puro clásico. Se oía en la radió mientras terminábamos de la cuarta partida de dominó,… “Y quinientas noches”, coreó uno de los contrincantes mientras sostenía en alto una ficha que ondeó al ritmo de la música antes de depositarla ruidosamente en mesa diciendo, Se acabó el juego.Debían irse a la iglesia, pues ninguno quería perderse la misa de resurrección, la ceremonia con las velas encendidas que el sábado santo ponía el broche de oro a la cuaresma. La celebración familiar del feriado de primavera se había iniciado como siempre el viernes, cuando se fue casi todo el grupo en la madrugada a visitar los altares mientras algunas de las mujeres se turnaron para quedarse cocinando la dieta habitual de los días sagrados, el eterno bacalao, arroz guandules y demás yerbas y terminar el postre de rigor, los frijoles con dulce que amanecieron en la nevera ya colados pero faltaba agregarle todavía ingredientes y especias. Otros nos quedamos porque ya las rodillas no permitían completar el trayecto de comenzar en San Martín de Villa Olga, llegar a la capilla de Albergue, seguir por la Duarte al Sagrado Corazón, baja por la Hostos al Hospicio, por la Sabana Larga hasta la Altagracia, por la Dieciséis de Agosto a la Catedral y de ahí llegar a San Antonio por la calle Del Sol para completar las sietes iglesias, y como Santa Ana está al lado hacen siempre una adicional.

Aunque ya no participo del recorrido desde el implante en estas rodillas erosionadas, me dan todos los detalles cuando llegan sudorosos y alegres prometiendo que van a madrugar  con más frecuencia, aunque saben que como están la cosas es andar a esas horas  y por esas calles otro día que no sea ése que la tradición religiosa puebla de peregrinos. Comentaron para mí sobre las flores y decoración de cada monumento, de recogimiento que se nota en la comunidad, de las peculiaridades de algunos devotos que observaron en el camino, la presencia de los viejos, jóvenes y niños, de piadosas estropeando sus pies descalzos mientras mostraban en el otro extremo los pechos semidesnudos, ricos que dejaban al chofer esperando en la puerta de las iglesias mientras ellos se confundían con la gleba, las enormes bolsas de los viejitos del hospicio, pícara y muda insinuación llamando a colaborar desde el lugar privilegiado del pasillo mayor, mientras las hembras en un recodo se sentaban modistas portando sólo su sonrisa de niñas coquetas y estropeadas. Me hablaron de un pequeño Haití en los alrededores de la Catedral cargado de zapatos, ropas y pinturas, y de una predicadora del séptimo día convidándolos a las filas de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos y por último se fijaron en las diversas asambleas comandadas por un líder para corear oraciones mientras acaparaban los  espacios frontales de los recintos sacros.

Eran pasadas las ocho cuando todavía repasada y le daba vueltas al itinerario que me habían contado. Me balanceaba en la mecedora sin decidirme a tomar un baño, mientras sentía cierta resignada nostalgia por mi anterior condición física, lo que hizo que pronunciara para mí mismo la frase que más repito últimamente, Estoy hecho una porquería. Mi ánimo le quiso hacer el juego a las palabras y se convirtió en una especie de aprehensión que sospechaba se debía a la indiferencia con que la gente observaba que teníamos haitianos hasta en la sopa o a un temor inexplicable que se estaba apoderando de mí como si presintiera que algún desastre grande iba a ocurrir. También me regodeaba, intentando nivelar el estado de mi espíritu, con el saborcito dulzón de la victoria de mi bando en las partidas de la tarde, pero luego, me fue invadiendo un sopor melancólico, un agotamiento raro, no el que regularmente me provocaba el peso de los años, sino uno mayor, que se metía en cada parte de mí hasta los cabellos, pidiendo cama; así que me olvidé del baño y decidí echarme un rato.

Oí llegar de misa a la mujer diciéndole al viejo de la prisa que trajo por prepararle la cena y que a los otros le había dado trabajo encontrarla entre el gentío, pues la referencia que es su cabeza blanca que sobresale, no estaba, por su antojo de faltar al templo a última hora. Él la miraba sin contestarle, y cuando ella se fijó en sus ojos se dio cuenta que algo andaba mal. Le hizo varias preguntas que no obtuvieron respuestas, así que las primera llamada de alarma fue para decir que él no quería hablarle. A sus gritos sólo reaccionó con una mirada ausente y angustiada pero cuando en pocos minutos llegaron familiares cercanos y vecinos lo encontraron hablando alto, enfatizando con enérgicos gestos frases incoherentes que decía sin parar. Aceptó ayuda para ponerse en pie pues pudo esperar a que el 911 ni Movimed atendiera el llamado teniendo a un par de cuadras un centro médico. Llegó sosteniendo y por su propio pie a la camilla de la sala de emergencia pues rechazó sentarse en la silla de ruedas con ese lenguaraje que sólo la fortaleza de sus gestos hacía obedecer.

Esa fue la última manifestación de su voluntad. Un lamparón oscuro en las gráficas  de la tomografía del cerebro daba cuenta de la pérdida de sus facultades motoras y de comunicación. Tres días después cuando regresamos a la casa, la mancha negra del tomógrafo seguía mostrando que su situación era de pronóstico reservado. Tan reservado como debía esperarse en una persona de casi noventa, dijo, que era un señor muy fuerte, que existen milagros, que podía recuperar el habla o el entendimiento y que los buenos cuidados y el cariño influyen. De ahí en adelante comenzó el calvario. La mujer le cogió la palabra al médico y se convenció de que iba a sanar, incapaz de prescindir de golpe de una presencia de más de cincuenta años. Ella daba más  brega que el enfermo, decía que hay que sentarlo, que hay que pararlo que hay que sacarlo al sol, que la cama lo va matar, que sólo me quiere a mí, a mi sopa, a mi puré, pero el caso es que se agotaba y en ese estado y rodeada de las caras variables de los diferentes turnos de enfermería, le dio por disparar en voz alta echando de menos el vestido verde pistachos con que asistió quince años atrás a la boda del chiquito, la amatista cuadrada, los detergentes, las tijeras, dos dedos de perfume… y una retahíla sin fin de artículos, aunque segundos antes los tuviera ante sus ojos.

Yo los observaba a todos enloquecer sin decir ni una palabra. El viejo continuaba con su expresión desconcertada, esforzándose angustiado por encontrar un asomo de identidad en cada rostro explorado, postrado en la cama de posición con colchón de agua y todo el confort que podía proveerle su hábitat convertido en sala de hospital, rodeado de íntimos que a él le lucían desconocidos y de desconocidos que le hablaban como si fueran íntimos.

Un par de nombres de infancia eran su único y repetido canto mientras estaba ahí inmóvil sin ningún poder sobre su destino, tan desvalido como un niño que necesita el regazo de la madre. Yo trataba de no opinar para que esa horda de peleas por el poder  no la tomaran conmigo, silencioso testigo de lo que a veces eran opiniones encontradas o sugerencias ambiguas o procedimientos errados o decisiones aventuradas que no lograban en una dirección ni en la otra calmar el delirio del enfermo.

La histeria familiar continuaba día y noche, desvelándose todos por alimentarlo o medicarlo o asearlo, hasta darse cuenta que debían establecer cuotas de responsabilidad para no caer todos rendidos al mismo tiempo. Más tarde comenzaron a llegar los hijos que estaban en el exterior, y uno de ellos debutó con el concepto de quien más gasta más ama, sustentándolo con una entrada aparatosa mientras señalaba la ineptitud de los que estuvieron todo el tiempo en la cabecera del viejo con las caderas adoloridas por intentar mover un cuerpo que nunca perdió peso; trajo nuevos médicos, nuevos enfermeros y de nuevo fue internado, aunque de nada sirvió el aspaviento pues ya la neumonía, el asesino natural de los que cogen cama, había dicho presente y como continuaba el mismo cuadro de inconsciencia, lo devolvieron al día siguiente con la ya consabida letanía de que era muy fuerte, que el cariño influye, que los milagros existen y además ahora agregaron… que recen.

Otro de los hijos le preguntó al médico si se podía eliminar algunos medicamentos pues estaba rechazando la alimentación y hacer tragar una docena de pastillas en una boca que se niega a recibirlas, hacía parecer inútil medicar el cerebro, el corazón, la tiroides, el riñón, el apetito, la presión y demás órganos. Ahí fue cuando por primera vez hablaron de eutanasia, que suspender un tratamiento médico era lo que significaba. Se armó tremenda discusión que alguien ordenó dilucidar fuera del dormitorio del enfermo, trasladándonos todos a la sala. La eutanasia activa, dijo uno que lo había leído recientemente citado por Savater en sus Mandamientos, es un asesinato, es quitar la vida, pero la pasiva, abstenerse de dar tratamiento a un paciente para que deje de existir por causas naturales es el encarnizamiento terapéutico, evitar que se consuman en vida roídos por las llagas. El médico se sonrojó y dijo que matar y dejar morir es la misma cosa, que ellos los entrenaban para salvar vidas. Pero cuando no puede hacerse más nada, cualquier procedimiento regular para prolongar una vida sin contenido y que no va a mejorar puede convertirse en un acto de crueldad replicó el de la cita.

Ustedes son los que saben, dijo el galeno, mientras otro familiar cuestionó hasta cuándo la voluntad médica y la afectividad de los antibióticos podían prolongar la situación, y de paso agregó la fecha en debía reintegrarse al trabajo. Me sentí tan enfermo y malhumorado con esta conversación que me fui corriendo al lado del viejo y hasta tiré al suelo una mesa repleta de medicinas con el consecuente estruendo de frascos rotos, de suerte que al venir a ver se lo achacaron al perro, que estaba más cerca y en ese momento corría a meterse debajo de la cama. A pesar del desorden continuaron con el mismo tema, uno le dio las gracias al médico y los demás le hicieron coro para por todo el interés que se tomaba con el paciente y le manifestaron su gratitud por contar con un profesional de su envergadura que encima inspiraba tanta confianza.

Después que se fue, hablaron más de lo afortunados que eran contando con sus cuidados pus abundan los inescrupulosos en estos tiempos, mencionaron la indecente propuesta que le hicieran meses atrás a unos conocidos cuya madre anciana sufrió también una isquemia, de ponerlos en la disyuntiva  de no operar y morir en unos días, contra operar y quedar como un vegetal, y lo patético es que en momentos de tanta tribulación nadie sabe ahora quien dijo, Opere y que viva. Y todavía peor, dijo la que trajo el tema, fue que les entregó como un trofeo a la ingenuidad –en la que cualquiera puede caer en un momento así, aclaró otro del grupo− un trozo de cráneo de dos por tres pulgadas y casi un centímetro de espesor que guardan en el congelador protegiéndolo con mucho celo de los apagones dizque para reinsertarlo en una futura intervención. Ahí se armó de nuevo el reperpero, bando que pide luchar hasta que haya vida, el de los que proponen evitar que se prolongue el sufrimiento y hasta un tercero que le echó toda la culpa al complejo de dioses de algunos médicos y al surrealismo de sus proposiciones, hasta que terminaron la conversación enumerando una y otra vez las cualidades del médico del viejo.

En ese ambiente transcurrían los días, cuando se me ocurrió hacer el cálculo de que se habían ido más de seis meses en estas circunstancias. A causa de loco se estableció el dato. El trastornado del barrio, adoptado como loco oficial por la parroquia y el vecindario, ya que el origen de su enfermedad venía de las torturas que sufrió en La Cuarenta cuando era un joven idealista opositor de la tiranía; se coló en la casa y alcanzando a ver desde la puerta de la habitación a su antiguo enllave, exclamó, ¿Y todavía tiene al individuo ése ahí? Sí señor, tanto la querían que no habían notado el paso del tiempo, seis mese y diez días con él en ese estado.

Ya en varias ocasiones los enfermeros habían dicho que lucía comatoso y que era probable que  no amaneciera. Sus piernas estaban tiesas, lo que provocó que alguno lo señalara como el posible origen de la expresión popular de estirar la pata, su color era amarillento y un sudor pegajoso, brillante y esposo lo cubría todo el tiempo aún acabado de bañar. Desde un mes atrás le habían dado los óleos, varias veces una rezadora le cantó y convidó a todos a despedirse asegurándoles que él estaba oyendo. Le había buscado la remuda apropiada al caso, y otra para la futura viuda que seguía insistiendo, Ángel se va a curar, a todo decía que sí, en aras de hacer todo lo posible por alargar la vida del enfermo. El suero, que sí, que lo va a hidratar, ¿el oxígeno? Perfecto, no hay que forzarlo respirando ¿la sonda? ni modo que dejemos contaminar a todo su organismo, y dijo que sí hasta cuando lo redujeron a tinaco y le pintaron en la cara un último disgusto que ni la inconsciencia del coma ni más tarde el rigor mortis, pudieron disimular. Esa  mueca fue por el levín, la espantosa sonda de alimentación por la nariz que usaron para rellenarlo con varias latas de proteína líquida que se llevó a la tumba y que si el pulso no se apura en detenerse lo hubiera hecho explotar.


Yo fui el más aliviado cuando dijeron, Ya hay pulso, seguido del conmovedor coro de llantos. Eran las cinco de la mañana cuando lo confirmaron y contemplé el cuerpo del viejo… mi viejo cuerpo que al fin descansaba. Me siento suelto, liviano, tan especial como la última pieza que encaja en un rompecabezas, pensando que ya era hora, que desde el día que vino el loco me quedé sin sosiego buscando la manera de gritar y de comunicarme, que hasta intenté de nuevo voltear la mesa de los fracasos o erizar otra vez al perro para tratar de decirles que ya basta, que me dejen, que no quiero carajo, que me quieran tanto.

Rosa Julia Vargas

Doce cuentos y una rosa 
Santiago, Rep. Dominicana (2011).

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