El viejo Nicasio no acaba de
hallarse a gusto con el aspecto de la mañana. Mala cosa era coger el camino a
pie y que le cayera arriba el aguacero y se botara el río y se llenara de lodo
la vereda del conuco.
Con aspecto de hambrientas,
las pocas gallinas del viejo se metían en el bohío, persiguiendo cucarachas, o
irrumpían en la cocina, aleteando para treparse en las barbacoas en busca de
granitos de arroz. Nicasio cogió una mazorca de maíz y se puso a desgranarla.
Revoloteando y nerviosas, las gallinas se lanzaban a sus pies.
Desde el patio vecino una
voz de mujer gritó los buenos días; después asomó un rostro de cuatro líneas y
paño negro en la cabeza. Nicasio se fue acercando a la palizada.
─¿No le jalla algo raro al
día? ─preguntó la mujer.
Nicasio tardó en responder.
Fumaba, mascaba un grano de maíz y seguía atendiendo a las gallinas, todo a un
tiempo.
─Ellos sí, Magina. Pa mí
como que se va poner un de agua.
─Unq unq ─negó ella. Yo
hablo de otra cosa. Me da el corazón que algo malo va a pasar. Anoche sentí un
perro llorando.
Nicasio espantó las gallinas, que saltaban sobre su mano. Tornó a ver el cielo. El camino de Tireo rojo como la huella de un golpe, flanqueaba los cerros y se perdía en la distancia; encima se veían nubes cargadas.
Nicasio espantó las gallinas, que saltaban sobre su mano. Tornó a ver el cielo. El camino de Tireo rojo como la huella de un golpe, flanqueaba los cerros y se perdía en la distancia; encima se veían nubes cargadas.
─Vea Magina ─dijo Nicasio al
rato─, no ande creyendo zanganá(1). Lo peor que pué pasar es que llueva.
La mujer no entendía bien a
Nicasio. Cuando se quedan solos, los viejos se ponen raros y caprichosos.
─¿Qué llueva? ─preguntó ella
intrigada.
─sí, que llueva, porque el
frijol no se puede secar y se malogra la cosechita. Tengo mucho bejuco cortao.
Magina hubiera querido
contestar que el bohío de Inés no quedaba muy lejos del conuco de su padre, y
que bien podía éste llevar allí los frijoles para que los dañara la lluvia;
pero se quedó callada porque Nicasio parecía no ponerle atención. Estaba
empezando el sol a subir; sobre los firmes de la loma la luz se debatía con el
peso de las nubes, y Nicasio observaba
hacia allá. Magina lo veía con placer. Había algo simpático y viril en
aquel hombre, acaso los negros ojillos
llenos de vigor o el blanco bigote hirsuto. Años antes, cuando vivía la mujer
de Nicasio, ella se dio cuenta de que le gustaba su vecino; pero él nunca le
dijo nada, tal vez porque la difunta andaba muy enferma… Ya no podía ser. Había
pasado el poco tiempo y los dos se habían ido gastando poco a poco… Alzó la
voz:
─Lleve el bejuco al bohío de
su hija.
El se volvió repentinamente a
la mujer.
─¿Cómo voy a trepar esa loma
cargao, Magina?
Eso dijo; pero en realidad no
era por la loma por los que no llevaba el bejuco a casa de Inés. Lo cierto es
que a Nicasio no le gustaba visitar a nadie. Iba a ver a la hija sólo cuando le
quedaba en camino de alguna diligencia.
Le agradaba ver a los nietos; pero no se hallaba bien en casa ajena.
─Ahora le traigo café ─oyó
decir Magina.
Observando cómo el sol
despejaba por completo las nubes, esperó un rato. Llegó la mujer con el café;
se lo tomó en dos sorbos; después dijo adiós, y de paso por el bohío cogió el
machete y un macuto. Magina le vio tomar el callejón y salir a la sabana con
paso rápido, y pensó que el viejo estaba fuerte todavía a pesar de su pelo cano
y de su cocina. “Ojalá y no llueva” pensó con cierta ternura. Después se puso a
hervir leche y no se acordó más de su vecino.
Nicasio empezó a sentir el
sol en la subida del portezuelo. Se dijo que ese sol tan picante era agua, y
lamentó haber salido. Pero era tarde para volver atrás. Chorreaba sudor cuando
llegó al conuco. Comenzó a trabajar inmediatamente, porque sabía que iba a
llover; podía apostar pesos contra piedras a que llovería; y deseaba tener
cortado todo el bejuco de frijol antes de que cayera el agua.
No lo logró, sin embargo.
Cayeron en unas gotas pesadas, gruesas, y a seguidas se desató un chaparrón.
Nicasio recogió los bejucos que tenía cortados, los llevó a un rincón y pensó
buscar hojas de plátanos para cubrirlos; pero no había tiempo. El chaparrón
degeneró en aguacero violento, que azotaba árboles y tierra. Nicasio tuvo que
meterse bajo un árbol. Vio el agua descender en avenidas rojizas y más
abundantes cada vez. En diez minutos toda la loma estaba ahogada entre la
lluvia, y no era posible ver a cinco pasos.
─Tendré que dime pa onde(2)
Inés ─dijo Nicasio en voz alta.
Con esas palabras pareció
conjurar a los elementos. Se desató el viento; comenzó a oscurecer, como si
atardeciera. En un momento el conuco parecía un río.
Nicasio cruzó los brazos y
echó a andar. Trepar la loma era difícil. Resbalaba, afincaba el machete en
tierra, se agarraba a los arbustos. Inés vivía arriba, totalmente arriba. A
Nicasio le parecía una locura de Manuel hacer el bohío en lugar tan extraviado.
En tiempos de agua, sólo así, para buscar abrigo, podía nadie ir a casa Manuel.
Había pasado la hora de
comer cuando el viejo alcanzó el bohío. La puerta que daba al camino estaba
cerrada. Del lado del patio comenzó a ladrar un perro. Nicasio se fue corriendo
bajo el alero, pues la lluvia seguía cayendo con todo su vigor, y cuando pasó
por el aposento que daba al lado del patio sintió ruido y voces, palabras
dichas en toro bajo. La puerta de la cocina sí estaba abierta, y el viejo
saludó antes de entrar. Junto al fogón se hallaba el nieto, que le pidió la
bendición de rodillas. Nicasio le miró. Era triste el niño. Tendría seis años.
Se le veía el vientre crecido, el color casi traslúcido, los dolientes.
─Dios lo bendiga ─dijo el abuelo.
Detrás del fogón estaba la
niña. Era más pequeña, y con su trenza oscura repartida a ambos lados del
cuello y su expresión inteligente parecía una mujer que no hubiera crecido.
Nicasio sonrió al verla.
─¿Y tu mamá? ¿Y Manuel?
─preguntó.
─Taita(3) no ta ─dijo niño.
A Nicasio le resultó
sorprendente la respuesta del niño porque había oído voz de hombre en el
aposento.
─¿Qué no? ─preguntó.
El nieto le miró con mayor
tristeza. Siempre que hablaba parecía que iba llorar.
─No. El salió pa La Vega
dende(4) ayer.
Entonces Nicasio se volvió
violentamente hacia el bohío, como si pretendiera ver a través de las tablas
del seto.
─¿Y tu mama? ¿No ta aquí tu
mamá?
Se había doblado sobre el
niño y esperaba ansiosamente la respuesta. Deseaba que dijera que no. Le ardía
el pecho, le temblaban las manos; los ojos quemaban. No se atrevía a seguir
pensando en lo que temía. Afuera caía la lluvia a chorros. Con un dedito en la
boca, la niña miraba atentamente al abuelo.
─Mamá sí ta ─dijo la niña
con voz fina y alegre.
─Ella ta mala y Ezequiel
vino curarla ─ explicó Liquito.
La sospecha y el temor de
Nicasio se aclararon de golpe. Llevaba todavía el machete en la mano, y con él
cruzó el patio lleno de agua. El perro gruñó al ver al viejo. Con andar ligero
Nicasio entró en el bohío, caminó derechamente hacia el aposento y golpeó en la
puerta con el cabo de machete. Oyó paso adentro.
─¡Abran! ─ordenó
Oyó a la hija decir algo
y le pareció que alguien abría una ventana.
─¡Qué no se vaya ese sinvergüenza! ─gritó el
viejo.
Un impulso irresistible
le impedía esperar. Cargó con el cuerpo sobre la puerta y oyó la aldaba caer al
piso. Ezequiel, pálido, aturdido, pretendía saltar por la ventana, pero Nicasio
corrió hacia allá y le cerró el camino. El viejo sentía la ira arderle árdele en
la cabeza, y precisamente por eso no quería precipitarse. Miró a su hija; miró
al hombre. Los dos estaban demacrados, con las exangües; los dos miraban hacia
abajo. Nicasio se dirigió a Inés, y al hablar le parecía que estaba comiéndose sus
propios dientes.
─¡Perra! ─dijo─, ¡En el
catre de tu marío, perra!
Ezequiel ─un garabato en
vez de un hombre─ se fue corriendo pegado a la pared, hasta que llegó a la
puerta; pronto la cruzó y salió a saltos. Nicasio no se movió. Daba asco ese
desgraciado, y a Nicasio le parecía un gusano comparado con Manuel. Inés empezó
a llorar.
─¡No llore, sinvergüenza! ─gritó
el viejo─ ¡Si la veo llorar la, mato!
La veía y veía a la
difunta. Su mayor dolor era que una hija de la difunta hiciera tal cosa. Le
tentaba el deseo de levantar el machete y abrirle la cabeza. Sacudió el
machete, casi al borde de usarlo. La hija se recogió hacia un rincón, los ojos
llenos de pavo.
─¡Váyase antes que la mate! No quiero verla otra ve. No vuelva a ponerse ante mi vista. ¡Váyase! ─decía Nicasio.
─¡Váyase antes que la mate! No quiero verla otra ve. No vuelva a ponerse ante mi vista. ¡Váyase! ─decía Nicasio.
Pegada a la pared, ella
iba moviéndose lentamente, en dirección a la puerta. Miraba siempre al padre;
le miraba con expresión de miedo. ¡Y era bonita la condenada, con su piel
amarilla y su cabello castaño!
Como Nicasio avanzada
sobre ella, Inés pensó que el camino más corto era hacia el patio. Pero el
padre le conoció la intención.
─¡Por esa puerta! ─dijo.
Le parecía inconcebible que la hija viera a sus hijos. Era indigna de
verlos después de lo que había hecho.
Inés comenzó a temblar y
a llorar.
─Taita… Perdón, taita ─musitaba.
El viejo la tomó por un
brazo y la condujo hacia la puerta que daba al camino; con la punta del machete
levantó la aldaba y mismo tiempo obligaba a Inés a avanzar. Cuando la hija
estuvo en el vano de la puerta, la empujó y la maldijo.
─¡Qué ni en la muerte
tenga reposo tu alma! ─grito.
Vio a su hija lanzarse al
agua, que corría arrastrando lodo, a la lluvia que caía a torrentes, y sintió
deseos de echarse sobre una silla a descansar, tal vez a dormir. Si hubiera
sabido llorar lo hubiera hecho, aunque hubiera sido sólo con una lágrima. Pero
se rehízo pronto, cruzó el bohío y salió hacia la cocina.
─¡Liquito! ─llamó─,
Busque el burro y póngase un pantalón,
que se van pa casa conmigo Inesita y usté.
Salieron bajo la lluvia. Nicasio iba detrás, arreando
el asno y esforzándose en no pensar. Silenciosos, los niños se dejaban llevar
sin preguntar a qué se debía el viaje.
Fue al otro día por la
mañana, al decir Magina que a pesar de sus previsiones nada malo había
ocurrido, cuando Nicasio se dio cuenta de que había habido desgracia en la
familia.
─Sí pasó ─explicó mientras echaba maíz a
las gallinas. Se murió Inés ayer.
─¿Cómo? ─ preguntó
Magina llena de asombro. ¿Y los muchachos? ¿Y Manuel?
─Los muchachos vinieron
conmigo anoche. Manuel ta pal pueblo en el entierro.
La vieja parecía aturdida.
Se cogía la cabeza con ambas manos.
─¿Pero de qué murió?
¿Usté ha visto que desgracia?
Entonces Nicasio
levantó la cara.
─Vea Magina ─dijo mientras miraba
fijamente a la vieja─, morirse no es desgracia. Hay cosas peores que morirse.
Y alejó la mirada hacia
las nubes que salían por detrás de las lomas, aquellas malditas nubes por la cuales
había el llegado a la casa de Inés.
─¿Peor que morirse? ─Preguntó
Magina. Que yo sepa ninguna.
─Sí ─respondió
lentamente Nicasio. Saber es peor.
Magina no entendió,
Nicasio la miró un instante, con extraños ojos de loco, y ella pensó que los
viejos cuando se quedan solos en mundo, se vuelven raros difíciles de
comprender.
1. Boberías
2. Irme para donde
3. Papá
4. Desde
La desgracia
Juan Bosch
Dominicano
4. Desde
La desgracia
Juan Bosch
Dominicano
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